viernes, 21 de agosto de 2020

SEPTIEMBRE, Pilar Galán


 

(…) Porque no se puede ser feliz en este tiempo muerto y lentísimo,

el indeseable paréntesis entre una vida que ya es mentira

y otra que no acaba de ser verdad del todo.

Ningún destino es tan ingrato

como el de las personas condenadas a vivir

eternamente en septiembre.

(A. Grandes)

La casa está fría. Hay nubes deshilachadas, borrones grises, flecos azules a través de la persiana. La luz se cuela aún como polen de oro, cada vez con menos fuerza, como si presintiera ya el otoño.

La siesta no nos ha hecho bien. Luis se ha levantado con el ceño fruncido, con ese gesto tan suyo de estar enfadado con todos. Ana no quiere tomarse la leche. Lloriquea aún desde la cocina, quiere empezar a andar sobre el suelo frío. Anoche tosió un par de veces, a tientas en la madrugada aparecieron por fin los edredones.

La piscina se ha puesto verde. Flotan bolsas de plástico, alguna silla, el césped se adueña ahora de todos los rincones. Luis pregunta por las ranas. Una y otra vez, cientos de veces, tironea de mi falda hasta que atrae mi atención. Las ranas, cuándo vuelven las ranas, están ya las ranas en el agua sucia, en esa agua tan sucia ya que no ve ni el fondo, podemos bajar a ver las ranas, mamá por favor. Ana llora.

Las pastillas dejan la lengua resacosa y dura. Los ojos pesan, pesa la tarde entera cada vez más cerca de la noche. Aún hay que lavarse la cara, tomarse un café, coger el coche, comprar los libros.

Milagrosamente, a las seis en punto estamos ya abajo. La portera nos mira como a recién nacidos, con esa ternura tan dulce de las mujeres mayores. Los ha abrigado usted mucho, me dice. Luego engaña el tiempo, veranillo de San Miguel, veranillo de los membrillos. No tengo fuerzas para hablar del tiempo. Recojo el correo. Tampoco hoy ha escrito. No sirven de nada los conjuros mágicos ni retrasar el momento hasta la tarde. El hueco del buzón saluda desde las once de la mañana.

Hay tráfico ya. Luis pregunta cuánto tiempo tardaremos en llegar al híper. Ana le imita. Luis le pega un manotazo en la boca. Desde el espejo retrovisor se ven las cosas como en un cine, como si no estuvieran pasando.

Pongo la radio. Suena por enésima vez la canción del verano. Atrás los dos se desgañitan. Acabarán pegándose otra vez, cuando se acabe. Por suerte, luego viene la segunda canción del verano, y luego la tercera. Sus voces me llegan desde otro mundo.

Intento mantener la concentración. Como en la autoescuela. Solo mirar al frente y a los espejos. No desviar la mirada ni un segundo. Si una avispa entra en el coche, bajar la ventanilla con cuidado, sin dar manotazos. Si nos pica, señalizar la maniobra y apartar el coche hasta el arcén.

Doy un manotazo a Luis. Cambio la cinta, me peino, en el semáforo en rojo me pinto un poco la raya. Me pita el de atrás. Ahora se me cala, verás tú cómo se me cala. Menos mal que me he puesto las zapatillas de deporte. Rebobino la cinta, subo el volumen, le paso a Ana el muñequito rosa. Me incorporo por fin a la autovía. Me pongo el cinturón de seguridad. Estoy suspensa, es lo primero que tendría que haber hecho. Bajo el seguro del coche. Estoy a punto de estrellarme con un camión. Ha empezado a llover.

Toda la ciudad ha decidido salir a comprar los libros esta tarde. Seguro. Podríamos haber ido en autobús. Me lo dijo mamá. Hija, no te arriesgues tanto, que vas con esas dos criaturas.

—Tres criaturas, mamá, eso es lo que somos. Una madre asustada y dos hijos llorones.

Mamá no sabe aparcar, dice Luis, con su voz de hombre. Le miro con odio por el retrovisor. No sabe aparcar, no sabe aparcar, canta. Ana ha empezado a seguir la melodía. Podría echarme a llorar ahora mismo, dejar el coche en mitad de la explanada, con las puertas abiertas y mis hijos dentro, y correr bajo la lluvia, como cuando era niña, exactamente igual, sentir las gotas resbalando por mi pelo, saborearlas, pisar charcos, volver a casa con las piernas empapadas, sabiendo que me espera un vaso de leche caliente y dos azotes.

En vez de eso, cuento hasta diez y sigo dando vueltas sin sentido. Aparco por fin en la otra punta de la puerta de entrada. Me miro en el espejo orgullosa de mi hazaña. Estoy horrible. Parece que me he echado encima veinte años.

Lo primero que me levanta dolor de cabeza es el ruido de la gente. Todos en procesión en busca de los libros. Luego, la música de las narices. Julio Iglesias a todo volumen. Ana arrastra los pies.

Hay una cola enorme para recoger los libros. Jugamos a contar niños, jugamos a adivinar colores, jugamos al veo-veo. Luis dice que se aburre. Que quiere ir a ver juguetes. Por megafonía anuncian que regalan el forro para los libros de texto. También hay ofertas de pescado. Ana dice que tiene hambre. Me deseo la muerte. Me llevo deseando la muerte desde las seis de la tarde.

 

A las ocho y media tengo todos los libros en la mano. Conocimiento del medio, Matemáticas, mi primer diccionario. Luis los abre sin cuidado alguno, pasa las páginas con sus dedos negros de arrastrarse por el suelo. Intento reñirle, pero no quiero gastar fuerzas innecesarias. Total, van a acabar despanzurrados por su cartera dentro de una semana.

Compro leche condensada, galletas, pepinillos, cerveza, una botella de vino blanco, pizzas variadas, patés. Los niños están emocionados con la cena. Yo también. Pienso ponerme a morir de pepinillos en cuanto se acuesten.

Sigue lloviendo. Ahora hace frío y la noche se extiende por encima de las luces de neón de las ofertas. Saco el coche sin rozar la pared. Luis aplaude. Riño a Ana para que no se duerma, por favor, bonita, que tengo que bañarte, que tienes que cenar, que si no, te dan las dos y mamá trabaja mañana. Le canto, pongo música, digo a mi hijo que le pegue de vez en cuando un manotazo. Lo hace encantado.

Llego a casa cargada de bolsas. Huele a naftalina, a septiembre, a forro de libro nuevo. Tengo que contenerme para no llorar. No hay luz cuando entramos. El salón está más vacío que nunca. Las plantas hacen sombras raras en los rincones.

Pongo los dibujos, baño a la niña, más dibujos, Luis hace el idiota en la bañera. Se llenan los pijamas de queso fundido, de salchichas con tomate. Ana unta en sueños su dedo en leche condensada. Protestan un poco aún. Luego caen rendidos.

A las once en punto, en mitad de mi atracón de pepinillos, suena el teléfono. Miguel quiere saber cómo están sus hijos. Hablamos despacio, muy educados. Me pregunta también por el coche, si he vuelto a rozarlo, si soy ya capaz de meterlo en el garaje. Cuento hasta veinte antes de contestar. Oigo su respiración al otro lado.

Dice que puede encargarse él de lo de los libros. Le digo que no lo dudo, pero que da la casualidad de que ya los hemos comprado. Parece fascinarle que haya sido tan aventurera como para adentrarme en el territorio prohibido del híper.

Le pregunto por el trabajo. Dice que trabaja mucho. Como siempre, se me escapa. Sé que me ha oído y que cuenta a su vez para no estallar. Se le escapa a él también preguntarme por todo en general, qué tal van tus cosas, murmura. Mientras intento contestar oigo la tos de Ana desde el pasillo. Bien, como siempre, también, ya sabes. Y me muerdo la lengua porque sé que sabe, porque me está viendo sola en su casa de antes, un poco borracha de cerveza y vino blanco, un poco asqueada de tanto pepinillo, y le gustaría decirme con su voz de hombre, al otro lado, puedo ir a ver a los niños esta noche, aunque sepa muy bien qué hora es, siempre lo ha sabido, que a las once los niños duermen hace mucho, y no esperan a que el señor importante vuelva del trabajo para contar cuentos.

Sé que está esperando una señal, que me derrumbe, que le diga con voz pastosa que no puedo más, que se me caló el coche en el semáforo, que olvidé comprar el libro de ciencias, que estoy ya llorando a moco tendido delante del forro maldito que no se deja cortar, y me estoy llenando los dedos de plástico transparente, y me aburre enormemente hojear tanto contenido para aprender a hacer los deberes, partes de la tierra, funciones del lenguaje, diferencias entre climas…

Pero cuento hasta diez y le digo que van bien las cosas, todo lo bien que pueden ir, que se cuide, que ahora tiene que empezar a hacer frío y septiembre es un mes muy traicionero. Y le imagino en su cocina blanca, impoluta, encendiendo un cigarro más antes de colgarse al teléfono con su madre o con su jefe, o con quien sea, mientras la cocina sigue limpia y no hay ninguna imbécil que le haga la cena. Le digo también lo del veranillo de San Miguel y lo de los membrillos. Y cuelgo, acto seguido, porque ya las lágrimas se acumulan en los ojos, y hay un temblor absurdo en la garganta, y me arde el estómago con los pepinillos, y me duele la cabeza con el vino, y Ana tose cada vez más.

Y lloro, a lágrima viva, tirada en el sofá, como una niña. Porque es septiembre, porque huele a libro y forro nuevo, a patio de colegio, leche condensada y comidas de madre. Porque no hay nadie que me explique por qué no escribe, por qué se empeña en hacerse el fuerte y el distante.

Me tomo dos pastillas. No hay que mezclarlas con alcohol, dice la voz protectora de mi madre. Me da igual, mamá. Tampoco estás aquí para pasarme la mano por el pelo, para llamarme bonita y explicarme qué salió mal después de todo, si me casé con el hombre que yo amaba, si tuve dos hijos preciosos y un trabajo, un piso, el carné de conducir sin coger el coche, si era la envidia de todas mis amigas, si todos le adoraban. A ver por qué, hija, tuviste que conocer a ese otro, estar a punto de perder tus hijos, cariño, con lo que querían a su padre, una vida estable, toda la vida por delante.

Se me va la cabeza. Hablo sola. No tengo ganas de contestarte, mamá, de verdad que no, otra noche más no. Ya hemos hablado bastante. No me vuelvas a decir que hay que aguantar, que todos los hombres son iguales. No entiendes nada. Quiero estar sola. Quiero vivir sola.

Ana tose más fuerte. Me duele todo. El suelo está frío bajo mis pies descalzos.

Avanzo a tientas por el pasillo. No quiero ver en ningún sitio el reflejo de la ausencia.

Me tumbo al lado de mi hija, al lado de su cuerpo caliente de vainilla y chocolate. La abrazo fuerte, le doy besitos, le digo bajo que ya estoy aquí para cuidarla, porque soy mamá, y tú eres pequeña, y ahora puedo cuidarte, luego no.

Ya estoy llorando otra vez, como una idiota. Por cuidar, por no ser cuidada, por las noches y las tardes como hoy, por el miedo que me da conducir, porque quiero vivir sola, porque también quiero vivir con él.

Y, mientras acaricio a Ana, muy despacio, imagino que también a mí me tocan, me pasan la mano por el pelo, me dan besos, me abrazan. Que alguien, quien sea, me dice que es normal estar asustada, el otoño y todo eso, qué valiente has sido con el coche, no te agobies si no escribe, nada importa, solo tú y tus hijos.

Al compás de esa voz me voy quedando dormida, poco a poco. Mañana habrá carta en el buzón, seguro, y dejará de llover, y no habrá tráfico. Anita se pondrá bien y Luis no pegará a nadie en el colegio. Ya verás cómo sí.

Sin embargo, justo antes de perder del todo la consciencia, en mitad del silencio de la casa, siento el frío de septiembre, el aire de la noche que arrastra la luz y el polen de oro.

Y me duermo, por fin, sabiendo definitivamente que mañana no va a ser otro día.

 

domingo, 2 de agosto de 2020

EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO, Gabriel García Márquez


         Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
         —Tiene cara de llamarse Esteban.
         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

 

MADRIGAL, Gutierre de Cetina

  Ojos claros, serenos,  si de un dulce mirar sois alabados ¿por qué, si me miráis, miráis airados? Si cuanto más piadosos, más bellos parec...