La editorial Vicens Vives, en su colección Clásicos
adaptados, tiene una estupenda edición de esta obra de Ovidio.
A continuación tenéis uno de los mitos más conocidos, el de Eco y Narciso. Su fuente es el archivo
en PDF que la editorial publica como muestra del libro.
El episodio de Narciso es uno de los más bellos, desde el punto
de vista estrictamente literario. Ovidio fue el primero en combinar las
historias de Eco y Narciso, y relacionarla con la anterior historia del
vidente-ciego Tiresias.
ECO Y NARCISO
A
Júpiter le encantaba coquetear con las ninfas. Algunos días, bajaba a los
vergeles de la Arcadia sin más propósito que bromear con ellas y robarles un
beso si se ofrecía la ocasión. Sin embargo, sabía muy bien que su
felicidad entrañaba un cierto peligro. Júpiter no olvidaba nunca que,
si su esposa lo descubría jugueteando con las ninfas, estallaría en un violento
ataque de celos cuyas consecuencias podían ser horribles.
Un día, al llegar a la Arcadia, Júpiter le dijo a una
de las ninfas:
—Ve en busca de Juno y háblale.
—¿Que le hable? ¿Y de qué?
—Tanto da. Lo que importa es que no se percate de que
he venido aquí a pasar el rato…
La ninfa, que se llamaba Eco, cumplió el encargo a la
perfección.
Desde entonces, cada vez que Júpiter aparecía por la
Arcadia, Eco iba en busca de Juno y le hablaba sin parar. A la diosa le
encantaba escucharla, pues Eco contaba las historias con una gracia infinita.
Su parloteo incesante levantaba el ánimo y mataba las penas. Pero un día, mientras
Eco charlaba, Juno oyó de pronto las risotadas de Júpiter, y entonces
comprendió el verdadero sentido de la cháchara de Eco. Loca de furia, Juno
exclamó:
—¿De modo que vienes a embobarme con tu palabrería para
encubrir a Júpiter? ¡Eres una traidora, Eco, y vas a pagar tu maldad al precio
más alto! A partir de hoy, podrás parlotear todo lo que quieras, pero ni una
sola de las palabras que digas será tuya.
Desde aquel día, en efecto, Eco se limitó a repetir las
últimas palabras de lo que decían los demás. Cuando el pastor gritaba: «¡Viene
el lobo! », Eco repetía: «¡El lobo, el lobo…!», y cuando los niños proclamaban
desde la copa de los árboles: «¡El bosque es mío!», Eco murmuraba con falsa
alegría: «¡Es mío, es mío, es mío…!». Su voz se convirtió en un simple espejo,
roto y confuso, de las palabras ajenas. Eco ya no podía conversar con nadie, ni
expresar sus sentimientos ni desahogar su alma. Se sentía tan avergonzada que
se retiró a lo más hondo del bosque para que nadie pudiera verla.
Una mañana, descubrió entre los árboles a un joven
cazador. Era, en verdad, un muchacho hermoso, y Eco no pudo resistir la
tentación de espiarlo. Le encantaron sus ojos y sus manos, y el aire
distinguido de su modo de andar. Al mirar a aquel joven, Eco notó una brecha de
luz en las tinieblas de su alma. Aunque jamás había estado enamorada, reconoció
al instante los síntomas del amor. Entonces más que nunca añoró el don de la
palabra. Habría querido acercarse a aquel muchacho y confesarle lo que estaba
sintiendo, pero su voz ya no servía para esas cosas… De repente, Eco pisó una
rama seca, y el joven Narciso, alarmado por el chasquido, la descubrió entre
los árboles.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Eres… —dijo Eco.
—¿Por qué me miras así?
—Así…
—¿Es que quieres decirme algo?
—Algo…
Eco se sintió tan impotente que decidió demostrar con
hechos lo que no podía decir con palabras, así que se acercó a Narciso y lo
abrazó con todas sus fuerzas. El joven quedó tan sorprendido que apartó a Eco
de un empujón.
—¡Estás loca! —dijo—. ¡No vuelvas a tocarme!
Nadie podría describir lo que Eco sintió en aquel
momento. El desdén de Narciso fue un zarpazo brutal que trastornó para siempre
su castigado corazón. Abatida, Eco se refugió en una cueva, donde permaneció
durante muchos días, con el dolor del alma en carne viva, lamentándose sin
descanso de todos los bienes y alegrías que le estaba prohibiendo el destino.
En realidad, Eco no fue la primera víctima de Narciso, ni habría de ser la
última. Con su belleza sobrehumana, aquel muchacho despertaba pasiones en todas
partes, y eran muchas las ninfas y doncellas que le habían declarado su amor.
Narciso, sin embargo, las rechazaba a todas sin contemplaciones, con el desdén
olímpico de quien nunca ha sentido pasión por nada. Bajo su rostro, demasiado
hermoso, se escondía en realidad un corazón muy áspero. Eco, sin embargo, no
podía aceptar que Narciso tuviera ningún defecto, así que justificaba su desdén
y se culpaba a sí misma. Encerrada en el laberinto de su pena, del que le era
imposible escapar, Eco dejó de comer y de dormir. Para ella, el amor no fue una
suma sino una división, pues, en lugar de conquistar a Narciso, acabó por
perderse a sí misma. Abandonada a la furia del dolor, se fue apagando poco a poco
igual que un fuego que nadie alimenta. Su cuerpo entero se encogió como una
flor marchita, y todo su ser acabó por consumirse. Sus manos y su boca, sus
ojos y sus huesos se convirtieron en aire, y lo único que quedó de su persona
fue su voz lastimera, que seguía repitiendo sin sentido las palabras que la
gente decía por el bosque.
La tragedia de Eco desató la indignación de las otras
ninfas que habían sido rechazadas por Narciso. Reunidas en un claro del bosque,
decidieron pedir justicia. Fueron en busca de Némesis, la hija de la Noche, que
es experta en la venganza y castiga a los hombres arrogantes. Cuando Némesis
supo el desprecio con que Narciso trataba a sus pretendientes, sentenció con
voz firme:
—Vuestra petición es justa. Os prometo que Narciso
pagará muy pronto por todo el mal que ha causado.
La venganza se cumplió un mediodía, cuando el
calor entorpecía el pensamiento y calcinaba los campos. Narciso había estado
cazando durante horas, y sentía en la garganta la irritación de la sed. Al
pasar por una floresta, encontró una charca y decidió acercarse a beber. Cuando
se inclinó junto a la orilla, no podía imaginar que su destino estaba a punto
de cambiar para siempre. Desde que era muy niño, su madre le había prohibido
que bebiera en las aguas estancadas.
Narciso había respetado siempre aquella precaución,
sin preguntarse jamás por su sentido. Aquel día, sin embargo, sentía una sed
tan acuciante* que olvidó por completo la advertencia de su madre. Al
inclinarse en la charca, descubrió algo asombroso: en el fondo del agua, como
un magnífico ahogado de ojos abiertos, había un muchacho que lo estaba mirando.
Tenía la mirada verde y la piel pálida, y era más bello que la luz del sol.
Narciso no comprendió entonces que se estaba viendo a sí mismo. Metió la mano
en la charca para acariciar las mejillas de aquel extraño, pero, en cuanto sus
dedos rozaron el agua, la cara se deshizo en una desbandada de ondas azules.
Luego, la charca se serenó, y el rostro volvió a aparecer. Narciso se acercó
entonces a besar al desconocido, pero su cara se esfumó de nuevo en la frescura
expansiva de las ondas. Cuando el rostro regresó por segunda vez, Narciso
comprendió al fin lo que estaba pasando… Notó que el desconocido parpadeaba al
mismo tiempo que él, y que sus labios se acomodaban al ritmo de su sonrisa.
Entonces ya no tuvo dudas: aquel muchacho de ojos verdes y nariz bien
perfilada, de piel radiante y labios purísimos era el propio Narciso.
Casi al instante, una ninfa pasó junto a la charca.
Conocía la historia de Narciso, y se sobresaltó al verlo cara al agua. Alarmada
por la situación, salió corriendo en busca de la madre del muchacho.
—¡Ve a la charca, Liríope —le advirtió—, porque tu
hijo se está mirando en el agua!
La ninfa Liríope se sintió al borde de la muerte.
Llevaba años temiendo aquel momento. Mientras corría hacia la charca, un
reguero de lágrimas resbalaba por sus mejillas. Desde su misma niñez, Narciso
había hechizado a todo el mundo con su belleza. Las ninfas se acercaban a
verlo, los sátiros del bosque envidiaban el verde intenso de sus ojos, e
incluso los pájaros se posaban en las ramas para admirar la hermosura
cautivadora de aquel niño excepcional. Liríope, en cambio, se sentía
atormentada por la angustia, pues estaba convencida de que las grandes bellezas
acarrean siempre grandes desgracias. Algunas noches se despertaba sudando, con
el corazón alborotado y los ojos bañados en lágrimas, estremecida por el
presagio de que su hijo iba a morir muy joven.
Cuando Narciso cumplió dos años, Liríope fue a ver al
anciano Tiresias, el adivino de Tebas, y lo puso al corriente de su inquietud.
—Tengo un mal presentimiento que no me deja vivir —le
dijo—. Tú que conoces el futuro, sabio Tiresias, dime si mi hijo tendrá una
vida larga.
Tiresias, que era ciego, trató de ver a Narciso con
las manos. Le palpó la frente y las mejillas, el arco de las cejas y el perfil
de la nariz, la curva de los labios y el hueco del mentón. Luego, respiró hondo
como si quisiera capturar todo el aire que rodeaba a aquel niño tan bello, y
contestó con mucha seriedad:
—Tu hijo puede llegar a viejo, pero tan sólo si
respeta una condición.
—Dime de qué se trata y haré que se cumpla —replicó
Liríope.
—Si quieres que tu hijo tenga una vida larga
—concluyó Tiresias—, no permitas jamás que se vea a sí mismo.
Durante años, Liríope mantuvo a su hijo apartado de
ríos y arroyos, para que no pudiera verse reflejado en el agua. Cuando el
muchacho empezó a recorrer el bosque a solas, lo convenció para que no se
acercara a los estanques ni a las charcas, así que Narciso llegó a los
dieciséis años sin haber visto jamás su propio rostro. Pero aquella sana
ignorancia acababa de tocar a su fin.
Cuando Liríope llegó a la charca, Narciso seguía
frente al agua, ensimismado en la contemplación de su propia belleza. Liríope
lo agarró por el brazo y le suplicó que se levantase, pero Narciso ni se movió
ni despegó los labios. Todo lo que ocurría a su alrededor había dejado de
interesarle. Lo único que le importaba en la vida era aquel rostro perfecto que
se reflejaba en el espejo del agua mansa.
Desde aquel día, Narciso no hizo otra cosa más que
adorar su propia imagen. Dejó de comer, dejó de dormir, y ni siquiera se
atrevió a beber agua, por miedo a deshacer la hermosura que lo tenía cautivado.
Así, insensible a todo salvo a su propia belleza, se fue acercando a la muerte.
Un día, ya en el límite de sus fuerzas, susurró con voz resignada:
—Mi amor es inútil…
Entonces la ninfa Eco, que, aunque invisible,
permanecía a todas horas junto a Narciso, repitió con voz muy triste:
—Mi amor es inútil…
Cuando Narciso murió, las ninfas que habían pedido
venganza a Némesis fueron a buscarlo para incinerar su cuerpo, pero no lograron
encontrar el cadáver.
Y es que, al morir, Narciso se había transformado
en una flor de intenso perfume que brota desde entonces junto a la charca todas
las primaveras. Se llama narciso, y tiene el aire contemplativo y orgulloso de
los hombres que sólo se quieren a sí mismos.