La nave de Ulises dejó atrás a Escila y Caribdis. Transcurrido un tiempo, los itaquenses se acercaron a la hermosa isla del dios Sol, donde éste guardaba sus lozanas vacas y multitud de ovejas. Los mugidos se escuchaban desde la nave. Ulises recordó las solemnes palabras del adivino ciego, Tiresias, y las órdenes de Circe. Ambos le habían advertido del peligro que suponía acercar la nave a la costa.
Sintiendo una gran pena en su corazón, Ulises se dirigió a sus hombres.
–Amigos, Tiresias y Circe nos prohibieron desembarcar en la isla del dios Sol. Girad el timón, aunque nuestro cuerpo y nuestro espíritu estén cansados, pues allí nos esperan grandes males y nuestra ruina.
Al oír estas palabras, los hombres se entristecieron.
–Eres cruel, Ulises – gritó Euríloco, enfurecido –. Tú eres fuerte y nunca te cansas pero los demás estamos vencidos por la fatiga, pues nos obligas a navegar de noche entre las sombras y la bruma, a merced de los vientos y las tempestades que destruyen barcos. Permítenos, valeroso Ulises, pasar la noche aquí y, tras el descanso, partir al alba.
Cuando Euríloco pronunció estas palabras, todos sus compañeros lanzaron gritos de apoyo.
–Euríloco –contestó Ulises–. Me obligas a tomar una terrible decisión, puesto que vosotros sois muchos y yo solo uno. Descansaremos en la isla, pero debéis hacerme un solemne juramento: si encontramos en ella vacas rollizas o numerosas ovejas, ninguno de vosotros intentará atraparlas para sacrificarlas en un suculento banquete. Comeremos los víveres que nos dio la maga Circe y partiremos al amanecer.
Los hombres juraron que no tocarían las vacas. Llevaron al puerto vacío la nave y desembarcaron en la solitaria isla. Todos comieron y bebieron hasta estar saciados. Durante la cena recordaron a los amigos a los que la cruel Escila arrebató la vida. El llanto se extendió entre los hombres y, poco a poco, se fueron quedando dormidos. Transcurrida más de media noche, se desató un violento ciclón que envió Zeus. Las nubes cubrieron cielo y tierra y la noche se hizo cerrada y oscura. Cuando amaneció, los hombres arrastraron el barco a una gruta para resguardarlo de la fiera tempestad. Ulises reunió a los hombres y les recordó su juramento. Todos asintieron y lo reafirmaron.
Durante un mes sopló el viento austral sin descanso. Mientras hubo pan y vino, los hombres comieron y bebieron sin preocupaciones y saciaron el hambre y la sed y no tocaron las vacas, pero cuando las provisiones se acabaron, vagaban por la isla buscando alimento. Atrapaban de vez en cuando aves o peces que no bastaban para saciarlos. El hambre roía sus tripas.
Ulises decidió subir a un lugar elevado para invocar a los dioses que habitan el Olimpo y suplicó que le ayudaran a encontrar el camino de vuelta, pero estos le infundieron un dulce sueño.
Mientras Ulises dormía, Euríloco habló a los hombres.
–Compañeros, a lo largo de nuestro camino hemos contemplado horribles muertes, pero nada peor hay que morir de hambre. Vamos, acorralemos a las vacas del Sol y cojamos varias. Cuando lleguemos a Ítaca, levantaremos un hermoso templo al dios Sol y lo llenaremos de ofrendas y hermosos regalos. Si el dios se enfada y, junto con otros dioses, decide perder la nave y que perezcamos en el ancho mar, será mejor morir rápido entre las olas que apagarnos lentamente en una isla desierta.
Así habló y todos estuvieron de acuerdo, de modo que se lanzaron inmediatamente tras las vacas que pacían tranquilas cerca de la nave. Apresaron las mejores, las más rollizas y hermosas. Luego prepararon la hoguera y las degollaron. Tras recitar las plegarias y lavarse, separaron los muslos, los untaron de grasa y colocaron el resto de la carne en grandes asadores.
Mientras tanto, Ulises despertó. En cuanto le llegó el olor del asado, rompió en sollozos, pues entendió de inmediato lo que había sucedido.
Empezó a gritar y a clamar a los dioses.
–¡Padre Zeus, dioses inmortales que moráis en el Olimpo! Me habéis enviado el sueño y mis hombres, mientras tanto, han incumplido mis órdenes.
Al saber el Sol lo que había sucedido, ordenó que castigaran a los hombres de Ulises. Zeus le contestó que, en cuanto su nave comenzara a navegar en medio del océano, le mandaría un rayo fulminante y la destruiría.
Muy pronto los dioses empezaron a enviar señales terribles de su descontento. Las vacas mugían ensartadas en los asadores y sus pieles se arrastraban como serpientes.
A pesar de todo, durante seis días, comieron la carne y saciaron el hambre. Al séptimo, desapareció el viento y una calma plácida se instaló entre ellos. Sacaron el barco de la gruta y se hicieron a la mar. Pronto perdieron de vista la isla y contemplaron solo el mar infinito, ninguna tierra mostraba su amable abrigo.
Tal y como había prometido al Sol, Zeus envió una gran nube. Se oscureció el océano y apenas se divisaba el horizonte. Había recorrido la nave un corto trecho, cuando el poniente desató un furioso huracán. El viento rompió los mástiles que, al caer, arrastraron las jarcias y mataron al timonel. Al mismo tiempo Zeus lanzó un rayo abrasador sobre la embarcación. Se llenó el aire de olor a azufre, crujió la madera y los hombres cayeron al agua. Pronto desaparecieron engullidos por las aguas y nunca más vieron la luz del sol.
El vendaval había desprendido la quilla de la nave y arrojado el mástil al mar. Con mucho esfuerzo consiguió Ulises enlazar ambos con un cabo de cuero. Luego se sentó sobre ellos.
Las aguas siguieron rugiendo, el viento soplando. La angustia de Ulises crecía, pues fue empujado de nuevo hacia la cruel Escila y la furiosa Caribdis. Ulises dio un salto y se agarró a las ramas de la higuera que crecía en la superficie del peñasco bajo el que habitaba el monstruo y, así, colgado en el aire, sin más apoyo firme para los pies, aguardó a que Caribdis expulsara la quilla y el mástil. No esperó en vano, pues pasado un largo rato, el
monstruo arrojó de nuevo los restos del barco. Ulises saltó sobre ellos y remó con sus brazos, cuidándose de que no lo viera la cruel Escila.
Durante nueve días estuvo Ulises a la deriva. Al décimo, llegó a una isla que estaba en medio del mar, alejada de todo y de todos, de ciudades y de hombres. Su nombre era Ogigia.
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