Ulises descubrió muy pronto que la isla de Ogigia era un auténtico paraíso. Había árboles frondosos por todas partes en los que anidaban multitud de pájaros que cantaban alegremente. A medida que se fue adentrando en la espesura, Ulises descubrió nuevos paisajes, prados salpicados de flores y muchas vides cuajadas de uvas. De la tierra surgían cuatro fuentes de aguas cristalinas. Un olor dulce, como a madera quemada, se extendía por toda la isla.
Pronto llegó Ulises a un agradable lugar donde había una gruta. En la puerta, una mujer de belleza sobrehumana tejía. Tenía hermosas trenzas que caían a ambos lados del rostro. La joven comenzó a entonar una canción con voz muy dulce. Ulises se acercó, embelesado. Cuando terminó su canto, se levantó y se dirigió a él.
–Te esperaba, Ulises. Pasa y caliéntate junto al fuego.
–¿Quién eres? –preguntó el náufrago–. ¿Cómo sabes mi nombre? Sin duda eres una diosa, a juzgar por tu belleza y dones.
–Soy la ninfa Calipso, hija de Atlas, y reino en esta isla, de nombre Ogigia. Ven conmigo. Mis sirvientas te darán ropa limpia y también de comer y beber.
Cuando Ulises se hubo vestido y saciado, la ninfa le ofreció su propio lecho.
Ulises permaneció en Ogigia siete años. Durante ese tiempo le relató a Calipso sus aventuras en Troya. Ella lo escuchaba con atención, fascinada. Era obvio que se había enamorado de él. La ninfa le pidió muchas veces que se quedara allí para siempre y que se olvidara de volver a Ítaca.
–Eres feliz aquí. En mi isla tienes cuanto necesitas. Sé mi esposo, Ulises. A cambio te daré el don de la inmortalidad.
Ulises miraba a Calipso. Su dulce voz era tentadora. Era difícil decidirse, pero él nunca accedió a sus ruegos.
–Calipso, eres la criatura más bella que he visto jamás. Cualquier mortal se sentiría afortunado de tenerte como esposa, pero no puedo quedarme aquí para siempre. Tampoco tengo suficientes méritos para eludir la muerte y la decrepitud de la vejez y convertirme en un inmortal. Todo lo que deseo, amada diosa, es regresar a mi patria, donde me aguardan mi mujer y mi hijo, y también mi padre.
La ninfa insistía. Intentaba persuadirlo con bellas palabras pero nunca consiguió quebrantar la voluntad de Ulises, pues su deseo de llegar a Ítaca y ver a los suyos era mayor que la devoción que ella le inspiraba, muy grande pese a todo.
Finalmente, cuando ya comenzaba el octavo año, la ninfa le dijo que era libre para marcharse, a pesar del dolor que su partida le causaba, pues le amaba mucho.
–Necesitarás una embarcación, Ulises ¿Ves aquellos árboles de allí? –Calipso señalaba con sus largos dedos unos árboles de tronco recto y liso– Córtalos. Sobre ellos navegarás rumbo a tu hogar.
Ulises tardó cuatro días en construir la embarcación. Luego, cuando la tuvo preparada, la cargó con víveres y agua y se despidió de la diosa.
–He sido feliz aquí, como dijiste, Calipso. –La emoción le impedía pronunciar palabra.
Luego subió a la balsa y partió. Las lágrimas corrían abundantes sobre su rostro pero Calipso, que quedó en la playa, ya no podía verlas.
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