Durante diecisiete días estuvo Ulises en alta mar. Al decimoctavo pudo avistar tierra. Como Poseidón aún estaba furioso con él, le mandó fuertes vientos que encresparon las olas e hicieron zozobrar la balsa. Ulises logró enderezarla. Durante un momento creyó que lograría llegar a tierra. Sus esperanzas se esfumaron de inmediato porque estalló una fuerte tormenta.
La nereida Ino contemplaba la lucha del marino contra las olas y, compadecida de él, decidió ayudarlo.
Instantes después Ulises vio que un pájaro surgía del mar y se posaba en la balsa. Era Ino, que se había transformado.
–Escucha bien, Ulises. –La voz de la nereida era imperiosa–. Despójate de tus andrajos y abandona la balsa. Nada con todas tus fuerzas hasta llegar a la tierra de los feacios. Te salvarás, pues así lo ha determinado la Moira.
Acto seguido la diosa le entregó un velo.
–Extiéndelo bajo tu pecho y, cuando toques tierra firme, arrójalo tan lejos como puedas en el mar. Al hacerlo vuélvete hacia el otro lado.
Dicho esto, la diosa volvió a sumergirse en el agua y las negras olas la cubrieron.
Cuando unos días después el viento se hizo más débil, Ulises hizo lo que Ino le aconsejó y se lanzó al mar. Durante un buen rato luchó contra el cruel oleaje, mayor a medida que se acercaba a la costa. Finalmente pudo llegar hasta la desembocadura de un río. El dios fluvial le dio paso y Ulises pudo por fin alcanzar la orilla. Luego se escondió entre unos arbustos y se sumió en un sueño profundo.
Lo despertaron unas voces juveniles. Ulises se incorporó y espió entre los arbustos. Junto al río había varias muchachas que jugaban a pelota. Alertado por aquella agradable presencia, el náufrago cubrió su cuerpo con unas cuantas hojas y salió de su escondite.
De entre todas las doncellas había una que destacaba por su belleza y su aspecto regio. Ulises se volvió hacia ella y le habló con dulzura.
– En gran apuro me encuentro, señora. Necesito algunas ropas. Os ruego por ello que me indiquéis dónde queda la ciudad para que me procure el auxilio necesario y pueda volver a mi patria.
La joven contempló al extranjero. A pesar de su aspecto no le suscitaba temor alguno, al contrario.
–Soy la princesa Nausícaa, hija del rey Alcínoo. Esta es la tierra de los feacios. Somos, como comprobaréis, un pueblo de navegantes. Os indicaré donde queda la ciudad pero antes os daré, como pedís, ropas limpias. Estáis de suerte, pues justo hoy hemos lavado todas las prendas que hay en palacio.
Ulises se lavó en el río y se quitó la costra de sal que recubría su cuerpo. Una vez lavado y vestido, se sentó algo apartado, junto a la orilla del mar. Nausícaa lo contempló con detenimiento. Era un hombre apuesto, a pesar de que ya no era del todo joven.
–Ojalá alguien así fuera llamado mi esposo y quisiera quedarse en esta tierra –suspiró Nausícaa–. Ahora, dad de comer y de beber al extranjero.
Así hicieron las criadas. Cuando terminó de comer, la princesa llamó a Ulises.
–Te conduciré a la casa de mi padre, extranjero. Yo iré dirigiendo el camino mientras vayamos por los campos, pero al avistar la ciudad habremos de separarnos. Querría yo evitarte que murmuren al verte en mi compañía, pues bien atrevidos y maliciosos son algunos de los feacios.
Luego le dio instrucciones precisas de lo que debía hacer cuando llegara a palacio.
Ulises siguió a la princesa y sus sirvientas, que viajaban en carreta. Pronto llegaron a la ciudad. Ulises atravesó el ágora y aguardó en un hermoso bosque que había junto al camino, tal y como Nausícaa le había indicado. Luego volvió al ágora con intención de preguntar a los hombres que allí había cómo llegar al palacio del rey Alcínoo. Antes de que pudiera hacerlo, se le apareció una muchachita que portaba un cántaro. Era en realidad la diosa Atenea, su protectora.
–Yo te guiaré –se ofreció la niña–, pero has de saber que por aquí no toleran de buen grado a los extraños.
Luego envolvió a Ulises en una espesa niebla para que pudiera caminar sin ser visto.
Al cabo de un rato llegaron al palacio del rey, muy rico y hermoso, tanto que las puertas tenían un llamador de oro. La diosa se detuvo.
–En este momento los reyes están celebrando un banquete –le advirtió a Ulises–. Primero encontrarás a la reina Arete y luego al rey Alcínoo. Arete es una mujer admirada y poderosa, de modo que, si ella te acoge de manera favorable, podrás ver muy pronto a los tuyos.
Después de hablar así, Atenea se marchó.
Ulises atravesó con comodidad las puertas y el patio y también un huerto cercado lleno de árboles frutales y verduras de todo tipo, pues aún estaba envuelto en niebla.
En la casa, los príncipes y los nobles estaban ya a punto de retirarse. Ulises distinguió a los reyes, ya que ambos estaban sentados en el lugar principal, en lujosas sillas adornadas con clavos de plata.
Se acercó a ellos y rodeó con sus brazos las rodillas de Arete. En ese momento la niebla que lo protegía se deshizo y los feacios se asombraron al ver surgir como de la nada a aquel extraño que suplicaba a la reina con palabras elocuentes.
–¡Oh, bondadosa soberana, noble entre las nobles! –decía–. Hace años que peno por volver a mi patria. Si supierais cuánto he pasado...Os ruego que me ayudéis a regresar a mi hogar. ¡Deseo tanto ver a los míos!
Luego de haber hablado, se echó en el suelo sobre las cenizas de la chimenea en señal de humildad.
El más anciano de los feacios, el viejo Equineo, sugirió a Alcínoo que tratara al forastero con la dignidad debida y le diera de comer y de beber. Así hizo el noble Alcínoo, que despidió a los invitados con buenas palabras.
Los invitados se fueron a dormir y en el palacio quedó Ulises a solas con Arete y Alcínoo. La reina se dirigió a él. No le había pasado desapercibido que Ulises vestía ropas que ella misma había tejido con sus sirvientas.
–Extranjero, ¿quién eres, de qué gentes y de dónde? ¿Quién te dio esas ropas? Porque tú dices que llegaste hasta aquí después de vagar por alta mar...
– Me las dio vuestra hija, Nausícaa – respondió Ulises.
A continuación le contó que venía de la isla de Ogigia y que una tormenta había destrozado su balsa.
–Luego me lancé al agua y pude llegar a la orilla de un río. Allí me dormí, entre los arbustos. Al despertar encontré a vuestra bella hija. La princesa me dio de comer, de beber y estas ropas. Luego me invitó a seguirla en compañía de las sirvientas hasta tu casa, pero no quise hacerlo por preservar su honor. Antes de entrar a la ciudad nos separamos para evitar las habladurías de las gentes.
Alcínoo asistió satisfecho por la discreción de Ulises y se dirigió a él.
–Ojalá me concedieran los dioses que quisieras quedarte aquí y llamarte mi yerno, pues yo te daría casa y riquezas. Pero contra tu voluntad no te retendrán los feacios. Estos te llevarán a tu patria y a tu hogar, donde quiera que esté, no sin antes agasajarte como corresponde. Duerme tranquilo esta noche.
Mientras hablaban Ulises y Alcínoo, Arete dispuso un lecho en el atrio y lo cubrió con gruesas colchas y mantas de lana. Pronto los reyes se retiraron a sus aposentos y dejaron descansar al sufrido Ulises.
Al amanecer, Alcínoo condujo a su invitado al ágora de la ciudad y aguardaron allí. Pronto acudieron los señores y caudillos de los feacios. Cuando llegaron todos, el rey se puso en pie y les habló.
–Escuchadme bien. Este hombre llegó anoche a mi palacio. Suplica que le ayudemos a regresar a su patria. Yo digo que echemos al mar una nave nueva y sean escogidos cincuenta y dos de nuestros mejores jóvenes. Mientras preparamos su partida, vayamos a mi mansión y celebremos un banquete. Llamad también al aedo Demódoco para que nos deleite con su canto.
Pronto el palacio se llenó de hombres, jóvenes y ancianos. Para alimentar a los comensales Alcínoo mandó sacrificar doce ovejas, ocho cerdos y dos bueyes. Demódoco llegó poco después de que empezara la fiesta. Cantaba inspirado por la Musa que, aunque le había privado de la vista, le había dado el don del canto.
Cuando todos se hubieron saciado, cantó Demódoco la historia de los griegos y la disputa entre el Pelida Aquiles y Ulises en el banquete en honor de los dioses, pues Ulises sostenía que solo con la astucia se ganaría la guerra y no por la fuerza, como defendía Aquiles, y cómo se alegraba Agamenón de que discutieran entre sí los mejores de los aqueos.
Mientras cantaba el aedo, Ulises se cubría la cabeza con el manto y gemía y lloraba sin cesar. Solo el rey Alcínoo se dio cuenta de su pena. Por eso, para distraer a Ulises, propuso que se celebraran unos juegos.
Durante un buen rato se entretuvo el extranjero admirando las habilidades de los feacios en la lucha, en las competiciones en las carreras o con el disco. Cuando quedaron satisfechos, Laodamante, uno de los hijos del rey Alcínoo, invitó al extranjero a participar en los juegos. Ulises se resistió.
Al ver que se negaba a jugar, un hombre llamado Euríalo se burló de él.
–Dejadlo. No parece un atleta sino un buscavidas. Ulises se ofendió ante semejantes palabras.
–Mal hablaste. No siempre todo es lo que parece.
Tras decir esto, tomó un disco enorme y lo lanzó tan lejos que pasó a todos.
–¡Ahora a ver si lo alcanzáis, jóvenes! Si alguien quiere pelear conmigo que lo diga ya.
Alcínoo, comprensivo, aplacó a su invitado y prosiguió el aedo Demódoco cantando nuevas historias.
Por el valor que el extranjero mostró en los juegos y por haber dado una lección a los provocadores, los nobles feacios le hicieron ricos regalos.
Ulises se aplacó y marchó a la casa a bañarse. Luego, ricamente vestido con nuevas prendas, se dispuso a volver junto al rey, su benefactor. Nausícaa se afligió, pues no sabía si tendría oportunidad de volver a hablar con Ulises antes de su partida.
–No me olvides cuando llegues a tu tierra, Ulises, pues a mí debes tu rescate. Yo, Nausícaa, hija del rey Alcínoo y de la reina Arete, te recordaré siempre.
Ulises rozó apenas los dedos de la princesa.
–No debes apenarte de ese modo, pues si por fin sucede que pueda llegar a mi casa, te invocaré como una diosa, ya que tú, y solo tú, me devolviste la vida.
Después marchó Ulises a sentarse junto al rey Alcínoo. Luego le pidió al aedo que cantase el engaño del caballo de madera que destruyó Troya.
El ciego aedo así lo hizo y mientras Ulises lo escuchaba, las lágrimas resbalaban por su rostro. El rey, que estaba muy cerca de él, se percató y por ese motivo se dirigió a los feacios.
–¡Escuchad! Las naves ya están preparadas y todo dispuesto para que parta nuestro huésped. Pero antes de su marcha querría preguntarle quién es, quiénes son sus padres y cuál es su patria, por dónde viajó, qué pueblos conoció y por qué se aflige tanto al oír las desgracias de Troya.
Ulises contestó con sabiduría.
–¿Por dónde empezar o acabar mi relato cuando son tantas las desdichas vividas? Ante todo mi nombre os diré. Soy Ulises Laertiada. Mi patria es Ítaca, donde tengo mi casa. Y ahora, tal y como me habéis pedido, os relataré mi viaje de vuelta de las tierras de Troya y de todos los males y sufrimientos que me impuso el gran Zeus hasta arribar a esta tierra.
Así hizo Ulises y le habló de los cicones y los lotófagos, de Polifemo, de los lestrigones, de Circe, de su descenso al Hades, de la isla de las sirenas, de Escila y Caribdis, de Calipso, de cómo construyó la balsa con la que se marchó de Ogigia y de su naufragio.
Aquí se interrumpió el discurso de Ulises.
El rey Alcínoo estaba muy impresionado. Por eso pidió a los feacios que ofreciesen nuevos regalos al extranjero, un trípode y un caldero, y estos accedieron. Luego, vencidos por el sueño, se marcharon a su casa.
Al amanecer caminaron todos hacia el bajel que devolvería a Ulises a su patria y cargaron los regalos. Cuando volvieron al palacio de Alcínoo, inmolaron un buey en honor a Zeus y celebraron un banquete.
Ulises aguardaba impaciente a que se pusiera el sol, pues ansiaba el regreso a su patria. Al fin habló y apremió a los feacios a que apresuraran la partida y le ayudasen a regresar a su tierra. Los feacios hicieron libaciones invocando a los dioses y así se despidieron del extranjero.
Embarcó Ulises y, tendido en un lecho que le prepararon con lienzos de lino, entró en un sueño dulcísimo, muy profundo.
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