sábado, 10 de noviembre de 2018

METAMORFOSIS: Eco y Narciso.

La editorial Vicens Vives, en su colección Clásicos adaptados, tiene una estupenda edición de esta obra de Ovidio.
A continuación tenéis uno de los mitos más conocidos, el de Eco y Narciso. Su fuente es el archivo en PDF que la editorial publica como muestra del libro.
El episodio de Narciso es uno de los más bellos, desde el punto de vista estrictamente literario. Ovidio fue el primero en combinar las historias de Eco y Narciso, y relacionarla con la anterior historia del vidente-ciego Tiresias.




ECO Y NARCISO
A Júpiter le encantaba coquetear con las ninfas. Algunos días, bajaba a los vergeles de la Arcadia sin más propósito que bromear con ellas y robarles un beso si se ofrecía la ocasión. Sin embargo, sabía muy bien  que su felicidad entrañaba un cierto peligro. Júpiter no olvidaba nunca que, si su esposa lo descubría jugueteando con las ninfas, estallaría en un violento ataque de celos cuyas consecuencias podían ser horribles.
Un día, al llegar a la Arcadia, Júpiter le dijo a una de las ninfas:
—Ve en busca de Juno y háblale.
—¿Que le hable? ¿Y de qué?
—Tanto da. Lo que importa es que no se percate de que he venido aquí a pasar el rato…
La ninfa, que se llamaba Eco, cumplió el encargo a la perfección.
Desde entonces, cada vez que Júpiter aparecía por la Arcadia, Eco iba en busca de Juno y le hablaba sin parar. A la diosa le encantaba escucharla, pues Eco contaba las historias con una gracia infinita. Su parloteo incesante levantaba el ánimo y mataba las penas. Pero un día, mientras Eco charlaba, Juno oyó de pronto las risotadas de Júpiter, y entonces comprendió el verdadero sentido de la cháchara de Eco. Loca de furia, Juno exclamó:
—¿De modo que vienes a embobarme con tu palabrería para encubrir a Júpiter? ¡Eres una traidora, Eco, y vas a pagar tu maldad al precio más alto! A partir de hoy, podrás parlotear todo lo que quieras, pero ni una sola de las palabras que digas será tuya.
Desde aquel día, en efecto, Eco se limitó a repetir las últimas palabras de lo que decían los demás. Cuando el pastor gritaba: «¡Viene el lobo! », Eco repetía: «¡El lobo, el lobo…!», y cuando los niños proclamaban desde la copa de los árboles: «¡El bosque es mío!», Eco murmuraba con falsa alegría: «¡Es mío, es mío, es mío…!». Su voz se convirtió en un simple espejo, roto y confuso, de las palabras ajenas. Eco ya no podía conversar con nadie, ni expresar sus sentimientos ni desahogar su alma. Se sentía tan avergonzada que se retiró a lo más hondo del bosque para que nadie pudiera verla.
Una mañana, descubrió entre los árboles a un joven cazador. Era, en verdad, un muchacho hermoso, y Eco no pudo resistir la tentación de espiarlo. Le encantaron sus ojos y sus manos, y el aire distinguido de su modo de andar. Al mirar a aquel joven, Eco notó una brecha de luz en las tinieblas de su alma. Aunque jamás había estado enamorada, reconoció al instante los síntomas del amor. Entonces más que nunca añoró el don de la palabra. Habría querido acercarse a aquel muchacho y confesarle lo que estaba sintiendo, pero su voz ya no servía para esas cosas… De repente, Eco pisó una rama seca, y el joven Narciso, alarmado por el chasquido, la descubrió entre los árboles.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Eres… —dijo Eco.
—¿Por qué me miras así?
—Así…
—¿Es que quieres decirme algo?
—Algo…
Eco se sintió tan impotente que decidió demostrar con hechos lo que no podía decir con palabras, así que se acercó a Narciso y lo abrazó con todas sus fuerzas. El joven quedó tan sorprendido que apartó a Eco de un empujón.
—¡Estás loca! —dijo—. ¡No vuelvas a tocarme!
Nadie podría describir lo que Eco sintió en aquel momento. El desdén de Narciso fue un zarpazo brutal que trastornó para siempre su castigado corazón. Abatida, Eco se refugió en una cueva, donde permaneció durante muchos días, con el dolor del alma en carne viva, lamentándose sin descanso de todos los bienes y alegrías que le estaba prohibiendo el destino. En realidad, Eco no fue la primera víctima de Narciso, ni habría de ser la última. Con su belleza sobrehumana, aquel muchacho despertaba pasiones en todas partes, y eran muchas las ninfas y doncellas que le habían declarado su amor. Narciso, sin embargo, las rechazaba a todas sin contemplaciones, con el desdén olímpico de quien nunca ha sentido pasión por nada. Bajo su rostro, demasiado hermoso, se escondía en realidad un corazón muy áspero. Eco, sin embargo, no podía aceptar que Narciso tuviera ningún defecto, así que justificaba su desdén y se culpaba a sí misma. Encerrada en el laberinto de su pena, del que le era imposible escapar, Eco dejó de comer y de dormir. Para ella, el amor no fue una suma sino una división, pues, en lugar de conquistar a Narciso, acabó por perderse a sí misma. Abandonada a la furia del dolor, se fue apagando poco a poco igual que un fuego que nadie alimenta. Su cuerpo entero se encogió como una flor marchita, y todo su ser acabó por consumirse. Sus manos y su boca, sus ojos y sus huesos se convirtieron en aire, y lo único que quedó de su persona fue su voz lastimera, que seguía repitiendo sin sentido las palabras que la gente decía por el bosque.
La tragedia de Eco desató la indignación de las otras ninfas que habían sido rechazadas por Narciso. Reunidas en un claro del bosque, decidieron pedir justicia. Fueron en busca de Némesis, la hija de la Noche, que es experta en la venganza y castiga a los hombres arrogantes. Cuando Némesis supo el desprecio con que Narciso trataba a sus pretendientes, sentenció con voz firme:
—Vuestra petición es justa. Os prometo que Narciso pagará muy pronto por todo el mal que ha causado.

 La venganza se cumplió un mediodía, cuando el calor entorpecía el pensamiento y calcinaba los campos. Narciso había estado cazando durante horas, y sentía en la garganta la irritación de la sed. Al pasar por una floresta, encontró una charca y decidió acercarse a beber. Cuando se inclinó junto a la orilla, no podía imaginar que su destino estaba a punto de cambiar para siempre. Desde que era muy niño, su madre le había prohibido que bebiera en las aguas estancadas.
Narciso había respetado siempre aquella precaución, sin preguntarse jamás por su sentido. Aquel día, sin embargo, sentía una sed tan acuciante* que olvidó por completo la advertencia de su madre. Al inclinarse en la charca, descubrió algo asombroso: en el fondo del agua, como un magnífico ahogado de ojos abiertos, había un muchacho que lo estaba mirando. Tenía la mirada verde y la piel pálida, y era más bello que la luz del sol. Narciso no comprendió entonces que se estaba viendo a sí mismo. Metió la mano en la charca para acariciar las mejillas de aquel extraño, pero, en cuanto sus dedos rozaron el agua, la cara se deshizo en una desbandada de ondas azules. Luego, la charca se serenó, y el rostro volvió a aparecer. Narciso se acercó entonces a besar al desconocido, pero su cara se esfumó de nuevo en la frescura expansiva de las ondas. Cuando el rostro regresó por segunda vez, Narciso comprendió al fin lo que estaba pasando… Notó que el desconocido parpadeaba al mismo tiempo que él, y que sus labios se acomodaban al ritmo de su sonrisa. Entonces ya no tuvo dudas: aquel muchacho de ojos verdes y nariz bien perfilada, de piel radiante y labios purísimos era el propio Narciso.
Casi al instante, una ninfa pasó junto a la charca. Conocía la historia de Narciso, y se sobresaltó al verlo cara al agua. Alarmada por la situación, salió corriendo en busca de la madre del muchacho.
—¡Ve a la charca, Liríope —le advirtió—, porque tu hijo se está mirando en el agua!
La ninfa Liríope se sintió al borde de la muerte. Llevaba años temiendo aquel momento. Mientras corría hacia la charca, un reguero de lágrimas resbalaba por sus mejillas. Desde su misma niñez, Narciso había hechizado a todo el mundo con su belleza. Las ninfas se acercaban a verlo, los sátiros del bosque envidiaban el verde intenso de sus ojos, e incluso los pájaros se posaban en las ramas para admirar la hermosura cautivadora de aquel niño excepcional. Liríope, en cambio, se sentía atormentada por la angustia, pues estaba convencida de que las grandes bellezas acarrean siempre grandes desgracias. Algunas noches se despertaba sudando, con el corazón alborotado y los ojos bañados en lágrimas, estremecida por el presagio de que su hijo iba a morir muy joven.
Cuando Narciso cumplió dos años, Liríope fue a ver al anciano Tiresias, el adivino de Tebas, y lo puso al corriente de su inquietud.
—Tengo un mal presentimiento que no me deja vivir —le dijo—. Tú que conoces el futuro, sabio Tiresias, dime si mi hijo tendrá una vida larga.

Tiresias, que era ciego, trató de ver a Narciso con las manos. Le palpó la frente y las mejillas, el arco de las cejas y el perfil de la nariz, la curva de los labios y el hueco del mentón. Luego, respiró hondo como si quisiera capturar todo el aire que rodeaba a aquel niño tan bello, y contestó con mucha seriedad:

—Tu hijo puede llegar a viejo, pero tan sólo si respeta una condición.
—Dime de qué se trata y haré que se cumpla —replicó Liríope.
—Si quieres que tu hijo tenga una vida larga —concluyó Tiresias—, no permitas jamás que se vea a sí mismo.

Durante años, Liríope mantuvo a su hijo apartado de ríos y arroyos, para que no pudiera verse reflejado en el agua. Cuando el muchacho empezó a recorrer el bosque a solas, lo convenció para que no se acercara a los estanques ni a las charcas, así que Narciso llegó a los dieciséis años sin haber visto jamás su propio rostro. Pero aquella sana ignorancia acababa de tocar a su fin.
Cuando Liríope llegó a la charca, Narciso seguía frente al agua, ensimismado en la contemplación de su propia belleza. Liríope lo agarró por el brazo y le suplicó que se levantase, pero Narciso ni se movió ni despegó los labios. Todo lo que ocurría a su alrededor había dejado de interesarle. Lo único que le importaba en la vida era aquel rostro perfecto que se reflejaba en el espejo del agua mansa.
Desde aquel día, Narciso no hizo otra cosa más que adorar su propia imagen. Dejó de comer, dejó de dormir, y ni siquiera se atrevió a beber agua, por miedo a deshacer la hermosura que lo tenía cautivado. Así, insensible a todo salvo a su propia belleza, se fue acercando a la muerte. Un día, ya en el límite de sus fuerzas, susurró con voz resignada:
—Mi amor es inútil…
Entonces la ninfa Eco, que, aunque invisible, permanecía a todas horas junto a Narciso, repitió con voz muy triste:
—Mi amor es inútil…
Cuando Narciso murió, las ninfas que habían pedido venganza a Némesis fueron a buscarlo para incinerar su cuerpo, pero no lograron encontrar el cadáver.


 Y es que, al morir, Narciso se había transformado en una flor de intenso perfume que brota desde entonces junto a la charca todas las primaveras. Se llama narciso, y tiene el aire contemplativo y orgulloso de los hombres que sólo se quieren a sí mismos.

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