ARACNE
Cuando veo una araña en un rincón, tejiendo con afán su eterna tela de seda, siempre la miro con algo de lástima. Si por casualidad estoy solo, me acerco para verla mejor, y le digo con un discreto susurro:
- ¿Tanto te habría costado respetar a los dioses?
Sé muy bien lo que digo, pues conozco de dónde les viene a las arañas el hábito de tejer. Todo empezó hace cientos de años, en el afortunado reino de Lidia. Allí, en una fresca calle de casas encaladas, tenía su taller la joven Aracne, que era la mejor tejedora de su tiempo. Nadie fabricaba tapices tan primorosos como los suyos ni mantas tan bien tramadas. Los dedos de Aracne poseían una destreza admirable. Sus movimientos eran precisos como los cálculos de un matemático, y tan cautivadores como los pasos de danza de una diosa. Aracne sabía convertir cada hebra de hilo en la prometedora semilla de una obra maestra. Verla trabajar era un auténtico gozo, así que nunca faltaban curiosos en su taller. Incluso las ninfas abandonaban los bosques y los viñedos para presenciar cómo Aracne transformaba unos pobres mechones de lana en un tapiz esplendoroso o en una túnica digna de un emperador. El parecer de todos era unánime:
- No hay mejor tejedora que Aracne -solían decir.
Un día, una mujer que estaba en el taller exclamó asombrada:
- ¡Qué maravilla, Aracne! ¡Parece que la misma Atenea te haya enseñado a tejer!
Cuando Aracne oyó aquello, sus dedos se detuvieron de pronto y sus ojos relumbraron como una brasa avivada por el viento.
- ¡Atenea no es nadie a mi lado! -exclamó-. Si se atreviera a competir conmigo en el arte de tejer, la vencería de todas todas.
Pasaron algunos días. Una mañana, poco después del alba, alguien entró en el taller. Aracne oyó los pasos en la puerta, pero no apartó la vista del telar.
-¿Quieres comprar algo? -preguntó con indiferencia, sin saber a quién se dirigía.
La voz que le respondió sonaba fatigada y tenía el tono ronco de la vejez.
- No he venido a comprar -dijo-, sino a darte un consejo.
Aracne miró hacia la puerta, y entonces vio a una anciana de cabellos muy blancos y espalda encorvada. Tenía el rostro lleno de arrugas y se apoyaba en un bastón para ayudarse a caminar. Sus dedos, finos como juncos, temblaban en el aire, y el cerco violáceo que rodeaba sus ojos estaba anegado por el agua clara de unas lágrimas involuntarias.
- Yo no he me pedido ningún consejo -dijo Aracne con cierto desdén.
- A los viejos nos arrinconan porque no servimos para trabajar, pero nuestra palabra es valiosa, ya que hemos aprendido mucho en nuestra larga vida. Me han dicho que te crees mejor que Atenea, y mi consejo es que no desafíes a los dioses. Esfuérzate por ser la mejor entre todas las mujeres, pero deja en paz a Atenea. Si le pides perdón ahora, seguro que no te castigará…
Aracne enrojeció de rabia. Su voz sonó como el rugido de una bestia salvaje cuando dijo:
- ¿Quién te crees que eres para decirme lo que debo hacer? ¡Vete a aconsejar a tus hijos, si es que los tienes, y déjame a mí que lleve mi vida como mejor me parezca! Y, si es que te envía Atenea, dile que venga a competir conmigo si se atreve, y así le demostraré que soy mil veces mejor que ella.
La anciana no respondió, pero su rostro acusó la insolencia. Sus manos dejaron de temblar, y sus ojos cobraron de pronto un reflejo de acero. Fue como si las palabras de Aracne tuvieran la virtud de transformar la materia, pues las arrugas de la anciana se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos, su espalda se enderezó, y su cabello plateado, recogido hasta entonces, cayó por los dos lados de su cabeza como un radiante manantial de oro. Confusa por aquel cambio inesperado, pero sin renunciar a su arrogancia nativa, Aracne dijo:
- Eres Atenea, ¿verda?
La diosa respondió con una voz juvenil de timbre nítido:
- Claro que soy Atenea.
Cualquier otro habría pedio perdón al instante, pero Aracne era demasiado orgullosa para reconocer un error. Más crecida que nunca, dijo:
- Ya que estás aquí, lo lógico es que compitamos…
Atenea aceptó el desafío, y la competición empezó de inmediato. Por la ciudad corrió la voz de que Aracne iba a enfrentarse a una diosa, y el taller se llenó de curiosos. Situadas cada una ante un telar, las dos rivales iniciaron su trabajo. Movían sus manos con una asombrosa ligereza, entrelazando sin descanso la trama con la urdimbre y la urdimbre con la trama. Ni siquiera se les oía respirar, porque sus cinco sentidos estaban proyectados en la absorbente tarea de tejer. Con hebras doradas y púrpuras, blanco de azahar y azul celeste, fueron creando un mundo de hilo que parecía tan real como la propia vida. Atenea representó en el centro de su tapiz un episodio en que ella misma había intervenido. Mucho tiempo atrás, cuando el universo era todavía una creación palpitante y reciente, el rey Cécrope fundó una ciudad en Grecia (…) Atenea (tras regalar a la ciudad el árbol del olivo) se convirtió en la protectora de la ciudad, a la que decidió darle su nombre. En efecto, aquel lugar floreciente donde los hombres usarían el lenguaje para entender a los demás y conocerse a sí mismos, se llamó Atenas.
(…) Junto al episodio del olivo, de tan grata memoria, Atenea representó en su tapiz a todos los dioses, con un aspecto solemne de reyes omnipotentes, pues quería dar a entender que los dioses son los amos del universo. Con el mismo fin, retrató a algunos hombres que habían recibido un castigo ejemplar por desafiar a los dioses. (…)
Aracne no veía el tapiz de su rival, pero no le importaba. Delante de su telar, se sentía más poderosa y hábil que Atenea, y estaba segura de que se alzaría con la victoria. Sus ojos estaban tan concentrados en el cruce continuo de los hilos que chispeaban como diamantes abandonados al sol. En el centro de su tapiz, Aracne había retratado a una joven de larga melena que cruzaba el mar a lomos de un toro. Era Europa, la princesa de las manos blancas. (…)
Junto a la desgracia de Europa, el tapiz de Aracne retrataba otros casos de dioses que habían abusado de los seres humanos echando mano de la simulación y el engaño. (…) Aracne, en fin, quería dar a entender que los dioses son esclavos de la pasión y que no dudan en engañar a los mortales cuando quieren hacer realidad sus más íntimos deseos. Su tapiz, en todo caso, era una pieza magnífica, de una belleza minuciosa y arrolladora. Cuando Atenea lo vio, reconoció su perfección al instante. Aquel tapiz era, sin duda mejor que el suyo, y esa evidencia le escoció en el alma. Con todo, lo que más excitó sus iras fue la mala fe con que Aracne había retratado a los dioses. Trastornada por la rabia, Atenea empezó a gritar:
- ¿Así que los dioses te parecemos caprichosos y despiadados? ¿Quién eres tú para acusarnos de nada? ¿Acaso te crees mejor que nosotros? Dime, maldita Aracne, ¿de dónde has sacado esa insolencia que reina en tu corazón?
Atenea no se limitó a los reproches. Con los ojos desorbitados por la cólera, se lanzó sobre el tapiz de Aracne y lo hizo trizas a fuerza de rasgarlo con las manos, en medio del silencio aterrado de los curiosos que llenaban el taller. Luego, cada vez más alterada, se abalanzó sobre Aracne y le golpeó la frente con la lanzadera que llevaba en la mano, hecha de dura madera de boj. Todos los presentes contuvieron el aliento. Pensaron que Atenea estaba determinada a matar a Aracne y que no dejaría de golpearla hasta que la oyera lanzar su último suspiro. La propia Aracne comprendió que se hallaba en un callejón sin salida, y decidió tomar las riendas de la perdición. Con mano resuelta, sin pensarlo dos veces, agarró un lazo que colgaba de uno de los muros de su taller y se lo pasó alrededor del cuello hasta quedar suspendida en el aire. Nadie se atrevió a impedir la tragedia. Aracne, que se balanceaba sobre el suelo, comenzó a enrojecer. Sus ojos desesperados parecían enormes, y su boca se abría a un ritmo grotesco buscando en vano un poco de aire, y toda su persona se estremecía, con las violentas convulsiones de una bestia recién envenenada. El cuerpo de Aracne estaba a punto de exhalar su último aliento cuanto Atenea decidió arrebatárselo a la muerte. Comprendió que, si permitía que Aracne se quitara la vida, daría alas a la idea de que los dioses son unos desalmados, de modo que agarró a la muchacha por la cintura y la mantuvo en vilo para que no se asfixiara.
- No dejaré que mueras -dijo-. Seguirás viva, pero pagarás como es debido por tu sacrilegio. Durante el resto de tus días, permanecerás colgada, y eses mismo destino sufrirán todos tus descendientes. Teje, desdichada Aracne, ya que sabes hacerlo tan bien, y cuando no tengas en qué pensar, dedícate a arrepentirte de la arrogancia con que me has tratado.
Atenea sacó entonces un frasco que llevaba escondido bajo su túnica y que contenía el jugo de una hierba mágica. Cuando lo roció sobre Aracne, la joven perdió sus cabellos y menguó hasta convertirse en una extraña criatura que cabía en la palma de la mano. Su vientre era tan grande que ocupaba casi todo su cuerpo, y en lugar de piernas, tenía unos dedos muy largos y arqueados. Enseguida descubrió que, de su interior, salía un hijo finísimo con el que podía tejer una tela casi invisible. Sí, Aracne fue la primera araña del mundo. Sus descendientes ya no lo recuerdan, pero, cada vez que tienden sus telas entre los tallos del rosal o en el rincón polvoriento de una bodega, están pagando por el crimen antiguo de una muchacha que retó a los dioses.
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