EL AUTOR SECRETO
(La noche que Frankenstein leyó El Quijote, Santiago Posteguillo)
Alguna ciudad de España. Año del Señor de 1553
Don Diego volvió a leer aquella misiva del rey. No, no había duda. No importaba que apenas hubiera regresado de su puesto de embajador en Roma: el emperador le conminaba a aceptar un nuevo cargo de forma inminente. Don Diego dejó la carta encima del escritorio y meditó en silencio. Al fin, tomó una decisión. Abrió un cajón, extrajo un montón de hojas escritas y las envolvió con cuidado en una piel de cuero para proteger aquellas páginas de la lluvia... y de las miradas indiscretas.
Se levantó y llamó a uno de los sirvientes de la casa.
—Mi capa —dijo y, en cuanto se la trajeron, don Diego Hurtado de Mendoza se embozó en ella y salió a la calle.
Hacía frío y una lluvia fina descargaba con persistencia, aunque lo peor era el viento. Iba armado y era hombre resuelto, así que no le preocupaba que la noche se hubiera apoderado de la ciudad. Caminó así, oculto su rostro en el embozo de su capa. De esa forma se protegía de las inclemencias del tiempo y, a la vez, pasaba desapercibido ante algún otro caballero que debía de ir en busca de dama o que quizá acudía a algún duelo que no entendía ni de rayos ni de truenos.
Llegado a las afueras de la población, se detuvo frente a una vieja casa que, por sus grietas en las paredes y lo desvencijado de su puerta, no parecía ser morada de nadie de renombre. Don Diego dio varios golpes en la madera con la palma de su mano fría y endurecida a fuerza de luchar en nombre del emperador Carlos V.
Pasó el tiempo sin obtener respuesta.
A fuerza de insistir en su llamada, se oyó una voz quebrada, de alguien viejo, que hablaba desde el interior.
—¡Voto a Dios que no son horas! —decía la voz—. ¿Quién va?
—¡Abrid en nombre del rey! —exclamó don Diego con el poderoso tono de quien está acostumbrado a mandar.
La puerta se abrió y una nariz aguileña tras la que asomaban unos ojos inquietos apareció por el umbral. Como fuera que el viejo vio en aquel inoportuno visitante el porte de un caballero y que éste estaba solo, decidió hacerse a un lado y dejarle pasar, aunque, eso sí, siguió maldiciendo e imprecando a Nuestro Señor.
—Voto a Dios que no es hora de visitas.
—No es hora, en efecto —dijo don Diego sacudiéndose el agua de los hombros con su sombrero, pero, como hombre decidido que era y para quien el tiempo también apremiaba, sin dudarlo un ápice, sacó una bolsa de debajo de la capa y la arrojó al suelo.
El peso del metal resonó en aquella estancia mal iluminada por la única vela que sostenía el viejo. Se terminaron las imprecaciones. La puerta se cerró, el viejo se agachó, cogió la bolsa y la llevó a una mesa donde había letras en moldes esparcidas por doquier. El viejo volcó el contenido de la bolsa y el oro resplandeció incluso en aquella tenue luz temblorosa de la vela.
—Esto es mucho dinero —dijo el viejo, veterano en encargos extraños pero, como siempre, desconfiado—. Nada bueno queréis.
Don Diego sacó entonces el cuero que envolvía las páginas escritas y lo dejó también sobre la mesa.
—Ese dinero es en pago por imprimir este libro. Veréis que soy hombre asaz generoso.
El viejo ladeó la cabeza.
—Eso depende del riesgo que entrañe imprimir aquello que me habéis traído. Sois caballero, pero tanto secreto y lo avanzado de la noche me hace presentir que de nada bueno se trata.
—La hora en parte se debe a que he de marchar para Siena al amanecer. A ello me conmina nuestro rey y emperador. El dinero es porque quiero un buen trabajo y... bien, sí, para qué negarlo: algo de peligro hay en el encargo. —Pero entonces don Diego puso sobre la mesa una segunda bolsa de oro.
El viejo miró la nueva bolsa y miró el cuero con el libro.
—Aunque sean poemas del mismo diablo, mañana me pondré al trabajo — dijo el anciano acercando la luz a la segunda bolsa.
—Poemas no son, pero espero que cumpláis vuestra palabra o por Dios que a mi regreso de Siena os he de encontrar y cobraros a palos la traición de no servirme bien en este encargo. Imprimid este libro y luego marchad de la ciudad. Si el trabajo se hace bien sabré de ello, pues sin duda las noticias llegarán hasta Siena. —Y don Diego dejó un tercer saco de monedas sobre la mesa—. Me consta que el negocio no os va bien, pero este extra es por las molestias de vuestro mudar de ciudad.
El viejo tenía aquella imprenta heredada de su padre. Años atrás, recién nacida aquella invención de juntar palabras, todo fue bien, pero luego fueron tantas las imprentas que apenas había ya negocio para sobrevivir. Aquel encargo parecía como llegado del cielo; o del infierno, que a él tanto le daba. El viejo asintió y empezó a hojear las primeras páginas del libro. Don Diego no esperaba que hubiera ni ocasión ni necesidad de intercambiar más palabras, así que se encaminó hacia la puerta.
—Hay un problema, caballero —añadió el viejo mientras don Diego atenazaba el tirador de la puerta.
El caballero se detuvo y se volvió despacio.
—¿Qué problema?
—Aquí, en el libro, no figura autor alguno.
Don Diego sonrió de forma siniestra.
—No lo hay. Es un libro sin escritor ni noticia donde encontrarlo; y vos, amigo mío, vos no me habéis visto. —Y dio media vuelta, abrió la pesada puerta y se desvaneció en la noche de aquella ciudad mojada y oscura.
Roma. Año del Señor de 1555.
El papa miraba por la ventana. El gran inquisidor insistía en aquel punto una y otra vez ante el silencio del pontífice.
—Es imperativo que nos pongamos manos a la obra en este asunto de los libros, santísimo padre.
—¿Qué asunto? —preguntó el papa Julio III con aire distraído.
El gran inquisidor sonrió para ocultar en aquella mueca falsa su rabia. Aquel maldito papa sólo pensaba en Inocencio, el niño que había adoptado de la calle y que se había atrevido a nombrar cardenal pese a ser medio analfabeto para sonroja de todos. El inquisidor sabía que necesitaban otro papa, pero, de momento, el asunto de los libros apremiaba y algo debía hacerse a la espera de encontrar el sustituto adecuado para aquel inútil.
—Se trata del índice de libros, el Index librorum prohibitorum, santísimo padre. Los herejes cada vez publican más libros con esa máquina infernal de la imprenta y no sólo ellos, sino que hasta desde reinos bien fieles como España se imprimen libros libidinosos o con críticas manifiestas contra el clero.
—¿Desde España? —preguntó el papa algo sorprendido. La verdad es que no había escuchado demasiado nada de lo que había dicho su interlocutor aquella mañana.
—Sí, santidad —continuó el inquisidor, convencido de que se estaba ganando el cielo a base de ejercitar una paciencia infinita—. En España mismo se ha publicado, por ejemplo, ese insultante Lazarillo de Tormes, donde se hace mofa de todo y de todos —y el inquisidor iba tornándose rojo a cada palabra, a cada sílaba—, y en particular hace burla de clérigos y arciprestes y hasta de las mismísimas bulas papales con un escarnio tan impertinente como sacrílego que no podemos, que no debemos tolerar.
—El Lazarillo de Tormes —repitió su santidad—. ¿Tan popular se ha hecho ese libro?
(Diego Hurtado de Mendoza fue un personaje destacado en la corte de Carlos I, nieto del Marqués de Santillana, y buen amigo de Santa Teresa de Jesús o Lope de Vega.
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