lunes, 15 de noviembre de 2021

CANTAR DE MIO CID: Una demanda justa



 Del Cid no quitan los ojos    cuanto están viéndolo.

Era su barba muy larga,     y atada con el cordón.

Tal como él se ha presentado,     muestra ser un gran varón. 

Con vergüenza no lo miran    infantes de Carrión.

Y el buen rey Alfonso entonces    allí en pie se levantó: 

"Oídme, mesnadas mías,    ¡así os valga el Creador!

Solo dos Cortes reuní    desde que vuestro rey soy.

La una se juntó en Burgos    y la otra en Carrión; 

esta tercera en Toledo    la vine aquí a juntar hoy,

por amor del Cid Ruy Díaz,     el que en buen hora nació,

que pide en justo derecho    cuantas a los de Carrión: 

gran afrenta es que han hecho,     según es pública voz (...)

Que comience la demanda    nuestro Cid Campeador.

Sabremos lo que responden     los infantes de Carrión".

Besó el Cid la mano al rey    y de pie allí les habló:

"Esto mucho os agradezco    como a rey y como a señor,

pues que juntasteis las Cortes    solamente por mi amor. 

Oíd lo que les demando    a infantes de Carrión.

Porque dejaron a mis hijas     no recibí deshonor,

pues vos las casasteis, rey,     vos sabréis lo que hacer hoy. 

Cuando sacaron mis hijas    de Valencia, la mayor,

a los dos bien los quería    con el alma y corazón.

Y les di las dos espadas,    a Colada y a Tizón,

que bien me las gané,    como lo hace un buen varón,

porque con ellas se honrasen,     y sirviesen bien a vos. 

Cuando mis hijas dejaron,    en Corpes, tan a traición,

nada quisieron conmigo, perdieron mi estimación. 

Vuélvanme mis dos espadas,     que mis yernos ya no son".

Así lo otorgan los jueces:     "Pedido fue con razón".



viernes, 12 de noviembre de 2021

LAS METAMORFOSIS: La Osa Mayor

 


Durante meses, la Tierra exhaló un calor sofocante, como un enfermo abrasado por la fiebre. La locura de Faetón había calcinado la piel del mundo, y la naturaleza se mostraba más apagada que nunca. Hubo que esperar mucho tiempo antes de que las hojas renacieran en los árboles y el rojo intenso de las primeras flores rompiese la costra del carbón. Al final, como siempre, triunfó la vida, y entonces Júpiter se sintió tan dichoso que se abrió por entero al amor. Una mañana, al mirar hacia el mundo, vio a la ninfa Calisto sentada al pie de un olmo. Estaba lamiendo un pedazo de panal, pero derrochaba tanta gracia y belleza en la ejecución de aquel acto tan simple, que Júpiter quedó embelesado. Durante un buen rato, no pudo apartar los ojos de aquella muchacha: admiró su bandada de rizos, su mirada oceánica, su piel color de espuma... La deseó, en fin, con tantas fuerzas, que se propuso conquistarla de inmediato. 

    Calisto oyó un rumor de pasos en el bosque. Cuando alzó la cabeza, descubrió a la diosa Diana, que se acercaba tan blanca y distinguida como siempre, con su arco de oro en la mano. Calisto sonrió. Pertenecía desde niña al séquito de Diana, y solía acompañarla en sus partidas de caza. 

- ¡Salve, Diana! -dijo con alegría. 

    La diosa no se inmutó. Sin decir una sola palabra, se sentó al lado de Calisto y empezó a besarla muy cerca de la boca. Calisto, desconcertada, apartó el rostro. No podía entender que Diana, tan partidaria de la castidad, se portara de pronto como un adolescente encendido de amor. Calisto intuyó que estaba cayendo en una trampa, y dijo con voz tenue: 

- No eres Diana, ¿verdad?

    No era Diana, no, Júpiter, tan sabio en los engaños del amor, se había hecho pasar por una diosa para acercarse a Calisto sin despertar sospechas. Una vez descubierto el engaño, recobró su aspecto de siempre, y entonces acentuó la intensidad de sus caricias y sus besos. Calisto estaba muerta de miedo, pero no se resistió, pues, ¿de qué sirve oponerse a los designios de los dioses?

    Cuando Júpiter se fue, Calisto rompió a llorar. Se sentía burlada, humillada, vencida. En los días que siguieron, acompañó de nuevo a la auténtica Diana, pero ya no pudo librarse de una molesta sensación de culpa. Diana exige a las doncellas de su séquito que se mantengan vírgenes, y Calisto había dejado de serlo. Se sentía una traidora, y andaba siempre con la cabeza gacha por miedo a que sus ojos la delatasen. 

    Una tarde, al pasar junto a un río, Diana decidió darse un baño. 

- ¡Quitaos la ropa! -les dijo a sus ninfas-. ¡Vamos a refrescarnos!

    Solo Calisto permaneció vestida. Su rostro estaba encendido de vergüenza, y el temblor de su túnica revelaba el ritmo ansioso de su respiración. 

- ¿Es que no te vas a bañar? -le preguntó Diana. 

Calisto no supo qué decir. Con los ojos clavados en el suelo, permanecía inmóvil como una estatua de piedra. De pronto, una de las ninfas se acercó riendo, con ánimos festivos, y le arrancó la túnica con un rápido tirón. Calisto, al verse desnuda, se sintió al filo de la muerte. Trató de cubrirse con las manos, pero ya era tarde. Todas habían visto la curva de su vientre...

Diana, loca de furia, lanzó un grito desgarrado que estremeció el bosque. 

- ¡Apártate de mi vista ahora mismo! -dijo-. ¿Cómo te atreves a acompañarme si ya no eres pura? ¡Márchate, Calisto, y no vuelvas a mi lado nunca más! ¡Ojalá que la Fortuna te castigue como mereces!

    Pocos meses después, Calisto dio a luz al pequeño Arcas. Fueron días felices que, por desgracia, duraron poco, pues la diosa Juno, enterada de que Júpiter le había sido infiel, decidió castigar a Calisto para que no volviera a disputarle el amor de su esposo. No solo la asaltó en pleno bosque y la arrastró por el suelo hasta dejarla cubierta de arañazos, sino que le arrebató su forma humana y la transformó en una osa. A Calisto, nada le dolió tanto como tener que apartarse de su hijo. En adelante, vivió en una cueva, en la montaña. Se pasaba los días huyendo de los cazadores, y ni siquiera confiaba en los otros osos, a los que  lograba ver como hermanos. 

    Pasaron quince años. Una tarde, en el bosque, Calisto se encontró cara a cara con un cazador. Los dos se espantaron, y durante un instante que pareció eterno cruzaron en silencio sus miradas. La respiración agitada de la osa alternaba con el jadeo de pánico del cazador. De pronto, Calisto reconoció en la mirada de aquel muchacho un aire familiar, y su memoria regresó a los días remotos en que acunaba a Arcas entre sus brazos, y le besaba la frente con ternura y le cantaba en susurros para que se durmiera. Calisto comprendió sin duda alguna que aquel joven cazador era su hijo. Ni el tiempo ni el dolor habían logrado apagar el amor que le tenía. Arcas, ignorante de la trascendencia de aquel momento, apuntó con su arco al corazón de la osa, y la flecha empezó a surcar el aire dispuesta a hacerle un buen servicio a la muerte. La tragedia parecía inevitable, pero, en el último momento, Júpiter intervino para impedirla. Compadecido de Calisto, y arrepentido del inmenso dolor que le había causado, detuvo de pronto la flecha en el aire y evitó así el triunfo de la muerte. Luego, transformó a Arcas en un cachorro de oso para que el amor fluyera con naturalidad entre el hijo y la madre, y al cabo elevó a las dos bestias hasta lo más alto del cielo. Una vez allí, las convirtió en un par de constelaciones para salvarlas definitivamente de todas las tristezas del mundo. 

Allí siguen, rodeadas de estrellas. A Calisto la llaman la Osa Mayor, y a su hijo la Osa Menor, y los dos orientan con su brillo eterno a los marinos que atraviesan la mar en medio de la noche. 

(Metamorfosis, Ovidio. Adaptación de Agustín Sánchez Aguilar. Vicens Vives. Clásicos Adaptados)

EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS

  Cierto día a la hora de vísperas alzose gran alboroto por multitud de caballeros que, en el patio del castillo, se entregaban, para divert...