lunes, 28 de octubre de 2024

LAS METAMORFOSIS: El hilo de Ariadna

 El rey Minos llevaba muchos años guerreando en el norte, y su mujer, Pasífae, lo echaba de menos. Para aliviar su soledad, paseaba a diario por la campiña perfumada de Creta, bajo los pinos acariciados por el viento. Una tarde, a orillas de un arroyo, Pasífae vio a un magnífico toro del color de la nieve. Sus cuernos, bien afilados, intimidaban un poco, pero sus ojos negros irradiaban esa dulce nobleza que tienen las bestias mansas. Atraída por aquella mirada, Pasífae se acercó al toro y le acarició la testuz. El animal, encantado con los mimos, soltó un tierno bufido de gozo. Pasífae sintió entonces una emoción que no alcanzó a comprender: esa pasión encendida, casi febril, que une al hombre y la mujer en la hora del deseo. El amor, tan errático a veces, se encargó de hacer el resto. Nueve meses después, Pasífae dio a luz a Minotauro, una extraña criatura que tenía cuerpo de hombre y cabeza de toro. 

    Cuando Minos volvió de la guerra, puso el grito en el cielo. No podía entender que su esposa le hubiera sido infiel, y menos con un toro. Su primer impulso fue matar al Minotauro, pero, cuando vio sus ojos tristísimos en su cara de bestia, le falló el coraje. Entonces, le pidió a Dédalo, que era el mejor inventor de su tiempo, que construyera una prisión para el monstruo. Dédalo ideó un edificio enorme, formado por miles de pasillos que se cruzaban de continuo entre sí y no llevaban a ningún lado. Lo llamó el Laberinto, y aunque no tenía rejas, parecía la cárcel perfecta, pues su trazado era tan delirante que uno podía pasarse la vida entera caminando por aquel edificio sin encontrar jamás la salida. Se necesitaron más de cincuenta soldados para arrastrar al Minotauro dentro del Laberinto, donde debía permanecer el resto de su vida. 

    Desde entonces, una vez al año, el rey Minos forzaba a siete muchachos y siete doncellas a entrar en el Laberinto para que sirvieran de alimento al monstruo. Los jóvenes llegaban desde Atenas, una de las ciudades que Minos había conquistado al norte. Teseo, el príncipe de Atenas, consideraba indigno aquel bárbaro tributo, así que decidió viajar a Creta para dar muerte al Minotauro. Tenía, sin duda, las cualidades precisas para lograrlo, pues, además de bello, era ágil y enérgico, obstinado y valiente. Teseo llegó a Creta con la entereza de quien sabe que su victoria ya está escrita. Era mediodía cuando vio por vez primera las puertas del Laberinto, y ya estaba a punto de entrar cuando una hermosa joven se le acercó y le entregó en secreto un ovillo de hilo de oro. 

    - Te hará falta para salir del Laberinto -le susurró la muchacha-. En cuanto entres, ata un extremo del ovillo a la puerta, y luego ve soltando el hilo a cada paso que des. Cuando quieras salir, no tendrás que ovillarlo de nuevo, y el oro te irá indicando el camino de la libertad. 

    El Minotauro no fue tan generoso. Cuando divisó al hombre que se acercaba caminando por la penumbra del Laberinto, echó a correr al galope, dispuesto para la embestida. Teseo, armado de coraje, le esperó sin moverse, y repelió el ataque con una fuerza colosal que no parecía humana. Con la mano derecha, aferró la poderosa cornamenta del monstruo, y con la izquierda le hundió hasta las entrañas su afilada espada de hoja de oro. Una explosión de sangre trepó por el brazo de Teseo cuando el corazón del Minotauro reventó en dos pedazos. Después, todo fue fácil. Ovillando de nuevo el hijo de oro, el héroe logró salir del Laberinto. Al otro lado de la plaza, lo esperaba la muchacha que le había entregado el ovillo. Se llamaba Ariadna, y era hija del mismísimo rey Minos. Había ayudado a Teseo por puro amor, pues le había bastado con verlo llegar a Creta para darse cuenta de que era el hombre que su corazón esperaba. La tarde de la victoria, cuando Teseo le acarició el rostro bajo el sol rasante del atardecer, Ariadna se sintió tocada por la gracia de los dioses. 

    - Nos vamos a Atenas -dijo el héroe-. Serás mi esposa y te haré feliz. 

    Fue una promesa impulsiva de la que Teseo se arrepintió muy pronto. En cuanto el barco se adentró en alta mar, el joven comprendió que no estaba enamorado. Lo que sentía por Ariadna no era más que simple gratitud. Teseo se dio cuenta de que nunca sería el marido ejemplar que merecía aquella muchacha, y comprendió que  no le convenía llevarla a Atenas. Cegado por el miedo a equivocarse, llegó a ver en Ariadna una amenaza para su libertad, y entonces tomó una decisión indigna, más propia de un traidor que de un héroe. Una mañana la nave recaló en la isla de Naxos, y los dos jóvenes comieron en la playa. Tras el almuerzo, ella se quedó dormida sobre la arena, y él aprovechó la ocasión para zarpar de nuevo a solas. Cuando Ariadna despertó y vio la nave de su amado perdiéndose en el horizonte, se creyó a punto de morir de pena. No podía entender que el hombre al que adoraba, el forastero por el que había engañado a su patria, la hubiese abandonado sin más. Rota de dolor, torturada por un íntimo sentimiento de injusticia, Ariadna lloró durante días, con un llanto desgarrado que empapó la arena y entristeció el viento. 

    Su pena, sin embargo, no duró mucho, pues encontró un consuelo inesperado. El dios Baco, que vivía en la isla, se enamoró de Ariadna y decidió tomarla por esposa. Como regalo de bodas, le ofreció una diadema de oro, que Júpiter convertiría, muchos años después, en una constelación de estrellas. 

    

LAS METAMORFOSIS: Las alas de Ícaro

(Teseo ha conseguido dar muerte al Minotauro y huir del Laberinto de Creta, ideado por Dédalo, gracias a la ayuda de Ariadna)  

En Creta, mientras tanto, el viento de la desgracia seguía soplando fuerte. Cuando Minos supo que Teseo le había robado a su hija, su corazón ardió de nuevo en cólera. Era medianoche cuando acudió en busca de Dédalo y reventó de un golpe la puerta de su casa. Tras sacar al arquitecto de su cama, lo levantó por la garganta hasta dejarlo suspendido a tres palmos del suelo. 

    - ¿Así es que era imposible salir del Laberinto? -le gritó-. ¡Me has mentido, Dédalo, y lo vas a pagar! Ahora mismo te encerraré en el edificio que creaste, y, para que sufras lo más posible, ordenaré que tu hijo te acompañe. No sé si conoces el modo de salir del Laberinto, pero te aconsejo que no intentéis fugaros, porque voy a dejar a cinco guardias armados a las puertas de tu prisión, con orden de mataros si llegáis a asomar la cabeza al exterior. 

    El hijo de Dédalo se llamaba Ícaro y era un joven adorable. A sus catorce años, conservaba toda la ingenuidad de los niños que nunca han sufrido, y poseía una simpatía natural que enamoraba a las mujeres y despertaba la amistad de los hombres. Pero su rostro alegre se ensombreció de pronto cuando Ícaro se vio encerrado en el Laberinto. Dédalo, al verlo tan triste, lo abrazó con ternura y le rogó que no sufriera. 

    - Ten confianza, Ícaro -le dijo-. Encontraré un modo de salir de aquí. 

    No tuvo que pensar mucho, pues estaba acostumbrado a idear lo imposible. Dédalo recordó que algunas de las cámaras del Laberinto carecían de techo, y una invención genial floreció entonces en su mente. "Los caminos de la tierra y del mar me están vedados", se dijo, "pero no los del cielo". Su plan era muy simple. A la mañana siguiente, le mostró a su hijo el invento que les iba a devolver la libertad: con ayuda de unas cañas, plumas de pájaro y algo de cera, Dédalo había construido dos pares de alas enormes. 

    - Saldremos de aquí volando como las aves -le anunció a Ícaro-. Pero debes ser cuidadoso. Si vuelas muy bajo, el agua del mar mojará tus alas, y se volverán tan pesadas que te harán caer. Pero tampoco debes volar demasiado alto, porque el calor del sol ablandaría la cera que une las plumas, y las alas se desharían. Mantente, pues, en el centro, y cuando llegue la noche, no mires a las estrellas, que podrían aturdirte con su brillo. Sígueme, hijo, que yo seré tu guía. 

Todo empezó muy bien. Con las alas atadas a la espalda, padre e hijo escaparon volando del Laberinto. Quienes los divisaban desde tierra, echaban a correr en desbandada, asustados por aquellas extrañas criaturas que tenían cuerpo de hombre y alas de pájaro. Dédalo iba delante, para indicarle el camino a su hijo. Al principio, temió por la vida del muchacho, pues lo estaba obligando a desafiar las leyes de la naturaleza. Sin embargo, Ícaro tardó muy poco en aprender la mecánica del vuelo, y entonces Dédalo recuperó la calma. De vez en cuando, el viejo miraba hacia atrás, y confirmaba con alegría que su hijo imitaba a la perfección las habilidades de los pájaros. Ícaro sabía aprovechar las corrientes de aire para ganar impulso y se mantenía a media altura, tal y como Dédalo le había aconsejado. A veces, al notar la caricia del viento en la cara, dejaba escapar una risa infantil. Parecía que hubiera nacido para transitar por las rutas invisibles de las aves, y no por los caminos polvorientos que recorren el hombre y su caballo. 

    Dédalo, cada vez más tranquilo, se dedicó a pensar en el futuro. Había decidido volver a Atenas, su ciudad de origen, donde pensaba construir una máquina capaz de predecir los cambios de tiempo y una estatua asombrosa que movería las manos a su antojo. Estaba seguro de que la gente celebraría sus invenciones, y que su nombre volvería a andar en boca de todos. Dédalo se entusiasmó tanto con su gloria futura, y se hundió tan a fondo en su ensoñación, que dejó de mirar atrás...

    La desgracia sucedió frente a las costas de Samos. Ícaro, cada vez más envalentonado, se atrevió a hacer algunas piruetas aprovechando que el viento venía en contra. Sentía que el cielo era suyo, y que una mano invisible lo mantenía por encima del mundo. En cierto momento, bajó en picado, tan solo por el capricho de aterrorizar a unos marinos que viajaban a bordo de una galera. Luego tomó la dirección contraria, y comenzó a subir hacia el sol, cada vez más arriba, a regiones distantes en las que ya no sonaba el rumor del mundo, a territorios remotos que resultaban inaccesibles para las mismas aves. La esfera del sol, convertida en un ídolo de luz, atraía toda su atención. Fascinado por su propia valentía, borracho de confianza y libertad, Ícaro notó que sus sentidos se abrían de pronto y que su corazón se expandía en una dicha infinita. Sentía que el mundo entero estaba a su merced. Sin embargo, en el momento menos pensado, la desgracia borró la sonrisa del muchacho. Ícaro perdió el equilibrio, se ladeó como una bestia herida y comenzó a caer a toda velocidad. Cuando vio que las plumas de sus alas giraban a su alrededor, lanzó un grito dramático que desbarató la calma de los cielos. 

    - ¡Padre, padre! -dijo. 

    Dédalo volvió la vista atrás, y el pánico desbordó su corazón. El peor de sus temores acababa de cumplirse. Las alas de Ícaro se habían deshecho, y el muchacho caía en picado hacia el mar. Ícaro había cometido la imprudencia de acercarse demasiado al sol, y el sol había derretido la cera de sus alas. Aunque agitaba sus brazos con desesperación, sus brazos desnudos ya no podían sostenerlo en el aire. Cuando el cuerpo de Ícaro se estrelló contra el mar, el chasquido del agua tuvo la resonancia inequívoca de la muerte. Dédalo no pudo hacer otra cosa más que llorar por su hijo. Necesitó la ayuda de unos pescadores para rescatar el cadáver, y lo depositó en un sepulcro en la isla más cercana, que desde aquel día, en memoria de quien voló tan alto, lleva el nombre de Icaria. 



jueves, 10 de octubre de 2024

SONETOS AMOROSOS, Quevedo

 EFECTOS VARIOS DE SU CORAZÓN, FLUCTUANDO EN LAS ONDAS DE LOS CABELLOS DE LISIS


En crespa tempestad del oro undoso
nada golfos de luz ardiente y pura
mi corazón, sediento de hermosura,
si el cabello deslazas generoso.

Leandro, en mar de fuego proceloso,
su amor ostenta, su vivir apura;
Ícaro, en senda de oro mal segura,
arde sus alas por morir glorioso.

Con pretensión de Fénix encendidas
sus esperanzas, que difuntas lloro,
intenta que su muerte engendre vidas.

Avaro y rico, y pobre, en el tesoro
el castigo y la hambre imita a Midas,
Tántalo en fugitiva fuente de oro.

NOTAS.
Leandro: joven que atravesaba cada noche el Helesponto, a nado, para visitar a su amada; una noche se ahogó.
Ícaro: hijo de Dédalo, arquitecto del laberinto de Creta, del cual ambos se escaparon utilizando unas alas de plumas pegadas con cera, inventadas por el padre. Desobedeciendo a su padre, Ícaro voló demasiado cerca del sol, cuyo calor le despegó las alas, por lo que el joven cayó al mar y murió.
Fénix: pájaro fantástico, de cuyas cenizas renacía él mismo.
Midas: rey de Frigia que tenía el don de convertir todo lo que tocara en oro. Sin embargo, sufrió hambre debido a que toda la comida que tocaba se convertía en oro.
Tántalo: personaje que por una ofensa a los dioses, fue condenado a sufrir hambre y sed incesantes (le pusieron en una fuente rodeada de árboles cargados de fruto, pero cada vez que se inclinaba a beber, el agua bajaba hasta el suelo, y cada vez que alzaba la mano a las frutas, el viento levantaba las ramas y las ponía fuera de su alcance)

EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS

  Cierto día a la hora de vísperas alzose gran alboroto por multitud de caballeros que, en el patio del castillo, se entregaban, para divert...