El rey Minos llevaba muchos años guerreando en el norte, y su mujer, Pasífae, lo echaba de menos. Para aliviar su soledad, paseaba a diario por la campiña perfumada de Creta, bajo los pinos acariciados por el viento. Una tarde, a orillas de un arroyo, Pasífae vio a un magnífico toro del color de la nieve. Sus cuernos, bien afilados, intimidaban un poco, pero sus ojos negros irradiaban esa dulce nobleza que tienen las bestias mansas. Atraída por aquella mirada, Pasífae se acercó al toro y le acarició la testuz. El animal, encantado con los mimos, soltó un tierno bufido de gozo. Pasífae sintió entonces una emoción que no alcanzó a comprender: esa pasión encendida, casi febril, que une al hombre y la mujer en la hora del deseo. El amor, tan errático a veces, se encargó de hacer el resto. Nueve meses después, Pasífae dio a luz a Minotauro, una extraña criatura que tenía cuerpo de hombre y cabeza de toro.
Cuando Minos volvió de la guerra, puso el grito en el cielo. No podía entender que su esposa le hubiera sido infiel, y menos con un toro. Su primer impulso fue matar al Minotauro, pero, cuando vio sus ojos tristísimos en su cara de bestia, le falló el coraje. Entonces, le pidió a Dédalo, que era el mejor inventor de su tiempo, que construyera una prisión para el monstruo. Dédalo ideó un edificio enorme, formado por miles de pasillos que se cruzaban de continuo entre sí y no llevaban a ningún lado. Lo llamó el Laberinto, y aunque no tenía rejas, parecía la cárcel perfecta, pues su trazado era tan delirante que uno podía pasarse la vida entera caminando por aquel edificio sin encontrar jamás la salida. Se necesitaron más de cincuenta soldados para arrastrar al Minotauro dentro del Laberinto, donde debía permanecer el resto de su vida.
Desde entonces, una vez al año, el rey Minos forzaba a siete muchachos y siete doncellas a entrar en el Laberinto para que sirvieran de alimento al monstruo. Los jóvenes llegaban desde Atenas, una de las ciudades que Minos había conquistado al norte. Teseo, el príncipe de Atenas, consideraba indigno aquel bárbaro tributo, así que decidió viajar a Creta para dar muerte al Minotauro. Tenía, sin duda, las cualidades precisas para lograrlo, pues, además de bello, era ágil y enérgico, obstinado y valiente. Teseo llegó a Creta con la entereza de quien sabe que su victoria ya está escrita. Era mediodía cuando vio por vez primera las puertas del Laberinto, y ya estaba a punto de entrar cuando una hermosa joven se le acercó y le entregó en secreto un ovillo de hilo de oro.
- Te hará falta para salir del Laberinto -le susurró la muchacha-. En cuanto entres, ata un extremo del ovillo a la puerta, y luego ve soltando el hilo a cada paso que des. Cuando quieras salir, no tendrás que ovillarlo de nuevo, y el oro te irá indicando el camino de la libertad.
El Minotauro no fue tan generoso. Cuando divisó al hombre que se acercaba caminando por la penumbra del Laberinto, echó a correr al galope, dispuesto para la embestida. Teseo, armado de coraje, le esperó sin moverse, y repelió el ataque con una fuerza colosal que no parecía humana. Con la mano derecha, aferró la poderosa cornamenta del monstruo, y con la izquierda le hundió hasta las entrañas su afilada espada de hoja de oro. Una explosión de sangre trepó por el brazo de Teseo cuando el corazón del Minotauro reventó en dos pedazos. Después, todo fue fácil. Ovillando de nuevo el hijo de oro, el héroe logró salir del Laberinto. Al otro lado de la plaza, lo esperaba la muchacha que le había entregado el ovillo. Se llamaba Ariadna, y era hija del mismísimo rey Minos. Había ayudado a Teseo por puro amor, pues le había bastado con verlo llegar a Creta para darse cuenta de que era el hombre que su corazón esperaba. La tarde de la victoria, cuando Teseo le acarició el rostro bajo el sol rasante del atardecer, Ariadna se sintió tocada por la gracia de los dioses.
- Nos vamos a Atenas -dijo el héroe-. Serás mi esposa y te haré feliz.
Fue una promesa impulsiva de la que Teseo se arrepintió muy pronto. En cuanto el barco se adentró en alta mar, el joven comprendió que no estaba enamorado. Lo que sentía por Ariadna no era más que simple gratitud. Teseo se dio cuenta de que nunca sería el marido ejemplar que merecía aquella muchacha, y comprendió que no le convenía llevarla a Atenas. Cegado por el miedo a equivocarse, llegó a ver en Ariadna una amenaza para su libertad, y entonces tomó una decisión indigna, más propia de un traidor que de un héroe. Una mañana la nave recaló en la isla de Naxos, y los dos jóvenes comieron en la playa. Tras el almuerzo, ella se quedó dormida sobre la arena, y él aprovechó la ocasión para zarpar de nuevo a solas. Cuando Ariadna despertó y vio la nave de su amado perdiéndose en el horizonte, se creyó a punto de morir de pena. No podía entender que el hombre al que adoraba, el forastero por el que había engañado a su patria, la hubiese abandonado sin más. Rota de dolor, torturada por un íntimo sentimiento de injusticia, Ariadna lloró durante días, con un llanto desgarrado que empapó la arena y entristeció el viento.
Su pena, sin embargo, no duró mucho, pues encontró un consuelo inesperado. El dios Baco, que vivía en la isla, se enamoró de Ariadna y decidió tomarla por esposa. Como regalo de bodas, le ofreció una diadema de oro, que Júpiter convertiría, muchos años después, en una constelación de estrellas.