martes, 28 de octubre de 2025

LAS METAMORFOSIS, Ovidio: "Venus y Adonis"



    Era la hora ardiente del mediodía, y en la soledad del bosque no se oía otra cosa más que el susurro laborioso de las abejas. A la sombra de un verde arrayán, Cupido besó con ternura la frente de su madre, y Venus le correspondío con una dulce caricia. Justo entonces, el rápido rumor de unos pasos rompió el silencio encantado del bosque. Desde detrás de unos árboles apareció un muchacho que llevaba un arco en la mano. Iba tras un ciervo al que quería dar caza, pero acababa de perderle el rastro, y se golpeó la frente de pura rabia. Venus miró con ternura a aquel muchacho, al que había visto a menudo por el bosque. Se llamaba Adonis, y parecía demasiado bello para ser real. Venus admiró su porte distinguido y su piel radiante, su frente orgullosa y su mirada cálida, y se sorprendió de que el tiempo, tan cruel con otros hombres, perfeccionase a diario los encantos de Adonis. Miró, en fin, a aquel muchacho con un deleite tan perceptible que Cupido acabó por ponerse celoso. 

-- ¿Qué miras, madre? –dijo, algo irritado--. ¿Por qué has dejado de irritarme?

    No esperó a que su madre respondiera, sino que la estrechó con mucha fuerza entre sus brazos, y de ese modo sucedió el accidente. Cupido llevaba su aljaba colgada del hombro, y al dar el abrazo, una de sus flechas de amor rozó por casualidad el pecho de Venus. El efecto fue inmediato: desde aquel día, Venus sintió auténtica adoración por Adonis. Lo buscó con ansiedad, le declaró su amor y, durante meses, lo siguió a todas partes como una novia entregada. Lo acompañaba incluso en sus cacerías, con la túnica recogida hasta las rodillas para que no se le enredara entre las zarzas. Venus estaba tan pendiente de Adonis que ni siquiera se preocupaba por su propio aspecto, así que se mostraba deslucida, común, casi humana. Seguía siendo una diosa, pero andaba esclavizada por una poderosa pasión terrestre. Al lado de Adonis, su felicidad era completa. Lo único que empañaba su alegría era el miedo a que Adonis sufriera algún percance. Una tarde, mientras se recostaba en el regazo del muchacho, Venus comenzó a decir: 

__ Prométeme que nunca intentarás dar caza a un león. Los leones me odian a muerte, y querrán hacerte daño para lastimarme a mí. 

    Adonis se quedó tan intrigado que Venus tuvo que explicarse mejor. (Entonces le contó la historia de Atalanta: “Atalanta era una princesa abandonada por su padre, que fue criada por una osa y unos cazadores, convirtiéndose en una cazadora y corredora excepcional consagrada a la diosa Artemisa. Para evitar el matrimonio, desafió a sus pretendientes a una carrera: si la ganaban, se casarían con ella; si la perdían, morirían. A pesar de su velocidad, fue derrotada por Hipómenes, quien usó tres manzanas doradas y la ayuda de la propia Venus (Afrodita) para distraerla. Atalanta se casó con Hipómenes y acabaron por enamorarse. Sin embargo, la pareja ni siquiera mostró gratitud a Venus, la verdadera artífice de ese amor. Por ello, Venus, como castigo por esta ingratitud, transformó a la pareja en leones que tiran del carro de Cibeles. Desde entonces, los descendientes de aquellos leones buscan venganza contra Venus”)

__ Por eso __continuó Venus__ te ruego, amor mío, que esquives siempre a los leones, para que no puedan hacerte daño. 

    Cuando Venus se apartó de Adonis aquella tarde, ninguno de los dos podía imaginar lo cerca que estaba la muerte. Tras despedirse por un rato de su amada, Adonis comenzó a perseguir a un jabalí y logró acorralarlo en un claro del bosque. Confiado en sus propias fuerzas, temerario como todos los jóvenes, el cazador se acercó más de la cuenta a su enemigo, y el jabalí le clavó los colmillos en la ingle. Fue una embestida tan brutal que Adonis notó el íntimo desgarro de sus entrañas. Su grito desesperado ascendió en el aire, girando en espiral hasta sobrepasar las nubes más altas. Venus, que viajaba entonces por el cielo en su carro tirado por palomas, reconoció al instante la voz del amado. Aterrada, volvió a tierra, pero no pudo hacer nada por salvar a Adonis. El joven ya había traspasado la frontera que separa la vida de la muerte, y yacía en el suelo sobre un charco de sangre. Venus, rota de dolor, se rasgó la túnica y se golpeó el pecho. Vivir sin Adonis, sin oír su voz ni mirarse en sus ojos, el parecía un suplicio insoportable. Incapaz de sobreponerse a la desgracia, pasó varias horas junto al cuerpo sin alma. 

    Al fin, cuando el sol del atardecer convirtió el cielo en una llamarada, Venus besó por última vez los labios de Adonis, blanqueados por la muerte. Entonces, para perpetuar la memoria del hombre amado, roció su cadáver con oloroso néctar y, al instante, la sangre de Adonis se hinchó como una burbuja y se transformó en una flor de intenso color carmesí. La llaman anémona, y es tan delicada y efímera como la misma vida de Adonis, pues basta un débil soplo de viento para que eche a volar por los aires como un ave sin rumbo. 


 

LAS METAMORFOSIS, Ovidio: "Dafne y Apolo"

 Dafne transformada en laurel. 

Apolo, presuntuoso de su éxito sobre la serpiente Pitón, viendo a Cupido con el apercibido carcaj, le amonestó:

-- Dime, joven afeminado: ¿qué pretendes hacer con esa arma más propia de mis manos que de las tuyas? Yo sé lanzar las flechas certeras contra las bestias feroces y contra los feroces enemigos. Yo me he gozado mientras veía morir a la serpiente Pitón entre las angustias envenenadas de muchas heridas. Conténtate con avivar con tus candelas un juego que yo no conozco y no pretendas parangonar tus victorias con las mías.

-- Sírvete tú de tus flechas como mejor te plazca –respondió el Amor –y hiere a quienes te lo pida tu ánimo. Mas a mí me place herirte ahora. La gloria que a ti te viene de las bestias vencidas me vendrá a mí de haberte rendido a ti, cazador invencible. 

Dichas estas razones, voló Cupido y se detuvo sobre el Parnaso; y disparó dos flechas; con una clavó el amor, y el desdén con la otra. Flecha de oro, la amorosa, aguda y sin remedio. Flecha plomiza, la desdeñosa, y roma. Aquella atravesó el pecho de Apolo, y esta el de la ninfa Dafne. Conoció el dios la pasión violenta y fue el amante de la hija de Peneo, la cual se refugió en el bosque pretendiendo, como Diana, dedicarse a la caza. 

Muchos la pretendieron; mas ella despreció a muchos por no cejar en sus silvestres gustos. Y le decía su padre: 

-- Hija, yo desearía que te casaras. ¡Cuánto sueño con tener nietos!

Le sonrojaban tales deseos; el matrimonio le parecía un crimen; entre los brazos de su padre suplicaba por su virginidad, recordándole el don que a Diana le concedió Júpiter. Peneo consintió, no sin decirle que su belleza y su gracia eran los peores enemigos de resolución. 

Apolo la vio; y verla fue enamorarse y sentir los apremios del deseo. Creyó con constancia seguirla por fin. Vana espera. Fuego violento consumía el corazón varonil. Viendo los rubios cabellos de la ninfa caer sobre sus espaldas, se decía: “¿Cuál no sería su belleza si estuvieran peinados con arte?”

Viendo sus ojos, rútilos como dos estrellas, su boca bermeja, sus dedos, sus manos y sus brazos desnudos, se conmovía. Y su amor se desbocaba imaginando otras bellezas ocultas. En vano la pretendió. Le esquivaba ella con la ligereza del viento.

-- ¡Espérame, hermosa mía! –clamaba Apolo-. ¡Espérame! ¡Que no soy enemigo de funestas ideas! ¡Húyale el cordero al lobo, el ciervo al león y la paloma al águila, porque sus enemigos son; pero no me huyas porque únicamente el más intenso amor me impulsa! ¡Espérame, porque pudieras caer sobre las espinas del camino, siendo yo, sin querer, la causa! ¡Sigues el rumbo más disparatado!... ¡Si moderas la ligereza de la huida, moderaré la ligereza de mi persecución!... ¡Piensa que no soy pastor que conduzca rebaños al son de un caramillo y procura entender el precio de la conquista! ¡Si me conocieras… seguro estoy de que, si no esperarme, no me esquivarías con ese ahínco! Delfos, Claros, Tenedos y Petara me rinden los honores debidos. Hijo de Júpiter soy, y adivino el porvenir y soy sabio del pasado. Yo inventé la emoción de acortar el canto al son de la lira; mis flechas llegan a todas partes con golpes certeros. Mas, ¡ay!, que me parece más certero quien dio en mi blanco. Siendo el inventor de la medicina, el universo me adora como a un dios bondadoso y benefactor. Conozco la virtud de todas las plantas…, pero ¿qué hierba existe que cure la locura del amor? Se conoce que mis méritos, útiles para todos los mortales, únicamente para mí no tienen poder ni prodigio.


Mientras hablaba así, logró Apolo acortar la distancia que les separaba; pero Dafne de nuevo huyó ligera… con hermosura acrecentada. Sus vestidos volados y semicaídos… Sus cabellos dorados y flotantes… Divina, sí. Debió pensar Apolo que más le valían que las melodiosas palabras, en aquella ocasión, los pies ligeros… y arreció en su carrera. Y fue aquello… como una liebre perseguida por un galgo en campo raso, espectacular y definitivo. ¿La alcanza? ¿No la alcanza?... Ya los varoniles dedos rozan las prendas femeninas… ¡Y cómo palpita el corazón entonces!...

Llegó Dafne a las riberas del Peneo, su padre, y le dijo así, desconsolada:

-- ¡Padre mío! Si es verdad que tus aguas tienen el privilegio de la divinidad, ven en mi auxilio… o tú, tierra ¡trágame!... porque ya veo cuán funesta es mi hermosura...

Apenas terminó su ruego, fue acometida por un espasmo. Su cuerpo se cubre de corteza. Sus pies, hechos raíces, se ahondan en el suelo. Sus brazos y sus cabellos son ramas cubiertas de hojarasca. Y, sin embargo, ¡qué bello aquel árbol!

A él se abraza Apolo y casi lo siente palpitar. Las movidas ramas, rozándole, pueden ser caricias.

-- Pues que ya –sollozó- no puedes ser mi mujer, serás mi árbol predilecto, laurel, honra de las victorias. Mis cabellos y mi lira no podrán tener ornamento más divino. ¡Hojas de laurel! Los capitanes romanos triunfantes subidos al Capitolio, ostentarán coranas arrancadas de ti. Tú cubrirás los pórticos en el palacio de los emperadores; y así como mis cabellos permanecerán sin encanecer nunca, así tus hojas jamás dejarán de ser verdes.

Cuando Apolo terminó de hablar, el laurel pareció descender sobre su cabeza, como aceptando los ofrecimientos que le acababa de hacer. 


LAS METAMORFOSIS, Ovidio: "Venus y Adonis"

     Era la hora ardiente del mediodía, y en la soledad del bosque no se oía otra cosa más que el susurro laborioso de las abejas. A la somb...