Era la hora ardiente del mediodía, y en la soledad del bosque no se oía otra cosa más que el susurro laborioso de las abejas. A la sombra de un verde arrayán, Cupido besó con ternura la frente de su madre, y Venus le correspondío con una dulce caricia. Justo entonces, el rápido rumor de unos pasos rompió el silencio encantado del bosque. Desde detrás de unos árboles apareció un muchacho que llevaba un arco en la mano. Iba tras un ciervo al que quería dar caza, pero acababa de perderle el rastro, y se golpeó la frente de pura rabia. Venus miró con ternura a aquel muchacho, al que había visto a menudo por el bosque. Se llamaba Adonis, y parecía demasiado bello para ser real. Venus admiró su porte distinguido y su piel radiante, su frente orgullosa y su mirada cálida, y se sorprendió de que el tiempo, tan cruel con otros hombres, perfeccionase a diario los encantos de Adonis. Miró, en fin, a aquel muchacho con un deleite tan perceptible que Cupido acabó por ponerse celoso.
-- ¿Qué miras, madre? –dijo, algo irritado--. ¿Por qué has dejado de irritarme?
No esperó a que su madre respondiera, sino que la estrechó con mucha fuerza entre sus brazos, y de ese modo sucedió el accidente. Cupido llevaba su aljaba colgada del hombro, y al dar el abrazo, una de sus flechas de amor rozó por casualidad el pecho de Venus. El efecto fue inmediato: desde aquel día, Venus sintió auténtica adoración por Adonis. Lo buscó con ansiedad, le declaró su amor y, durante meses, lo siguió a todas partes como una novia entregada. Lo acompañaba incluso en sus cacerías, con la túnica recogida hasta las rodillas para que no se le enredara entre las zarzas. Venus estaba tan pendiente de Adonis que ni siquiera se preocupaba por su propio aspecto, así que se mostraba deslucida, común, casi humana. Seguía siendo una diosa, pero andaba esclavizada por una poderosa pasión terrestre. Al lado de Adonis, su felicidad era completa. Lo único que empañaba su alegría era el miedo a que Adonis sufriera algún percance. Una tarde, mientras se recostaba en el regazo del muchacho, Venus comenzó a decir:
__ Prométeme que nunca intentarás dar caza a un león. Los leones me odian a muerte, y querrán hacerte daño para lastimarme a mí.
Adonis se quedó tan intrigado que Venus tuvo que explicarse mejor. (Entonces le contó la historia de Atalanta: “Atalanta era una princesa abandonada por su padre, que fue criada por una osa y unos cazadores, convirtiéndose en una cazadora y corredora excepcional consagrada a la diosa Artemisa. Para evitar el matrimonio, desafió a sus pretendientes a una carrera: si la ganaban, se casarían con ella; si la perdían, morirían. A pesar de su velocidad, fue derrotada por Hipómenes, quien usó tres manzanas doradas y la ayuda de la propia Venus (Afrodita) para distraerla. Atalanta se casó con Hipómenes y acabaron por enamorarse. Sin embargo, la pareja ni siquiera mostró gratitud a Venus, la verdadera artífice de ese amor. Por ello, Venus, como castigo por esta ingratitud, transformó a la pareja en leones que tiran del carro de Cibeles. Desde entonces, los descendientes de aquellos leones buscan venganza contra Venus”)
__ Por eso __continuó Venus__ te ruego, amor mío, que esquives siempre a los leones, para que no puedan hacerte daño.
Cuando Venus se apartó de Adonis aquella tarde, ninguno de los dos podía imaginar lo cerca que estaba la muerte. Tras despedirse por un rato de su amada, Adonis comenzó a perseguir a un jabalí y logró acorralarlo en un claro del bosque. Confiado en sus propias fuerzas, temerario como todos los jóvenes, el cazador se acercó más de la cuenta a su enemigo, y el jabalí le clavó los colmillos en la ingle. Fue una embestida tan brutal que Adonis notó el íntimo desgarro de sus entrañas. Su grito desesperado ascendió en el aire, girando en espiral hasta sobrepasar las nubes más altas. Venus, que viajaba entonces por el cielo en su carro tirado por palomas, reconoció al instante la voz del amado. Aterrada, volvió a tierra, pero no pudo hacer nada por salvar a Adonis. El joven ya había traspasado la frontera que separa la vida de la muerte, y yacía en el suelo sobre un charco de sangre. Venus, rota de dolor, se rasgó la túnica y se golpeó el pecho. Vivir sin Adonis, sin oír su voz ni mirarse en sus ojos, el parecía un suplicio insoportable. Incapaz de sobreponerse a la desgracia, pasó varias horas junto al cuerpo sin alma.
Al fin, cuando el sol del atardecer convirtió el cielo en una llamarada, Venus besó por última vez los labios de Adonis, blanqueados por la muerte. Entonces, para perpetuar la memoria del hombre amado, roció su cadáver con oloroso néctar y, al instante, la sangre de Adonis se hinchó como una burbuja y se transformó en una flor de intenso color carmesí. La llaman anémona, y es tan delicada y efímera como la misma vida de Adonis, pues basta un débil soplo de viento para que eche a volar por los aires como un ave sin rumbo.

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