(Teseo ha conseguido dar muerte al Minotauro y huir del Laberinto de Creta, ideado por Dédalo, gracias a la ayuda de Ariadna)
En Creta, mientras tanto, el viento de la desgracia seguía soplando fuerte. Cuando Minos supo que Teseo le había robado a su hija, su corazón ardió de nuevo en cólera. Era medianoche cuando acudió en busca de Dédalo y reventó de un golpe la puerta de su casa. Tras sacar al arquitecto de su cama, lo levantó por la garganta hasta dejarlo suspendido a tres palmos del suelo.
- ¿Así es que era imposible salir del Laberinto? -le gritó-. ¡Me has mentido, Dédalo, y lo vas a pagar! Ahora mismo te encerraré en el edificio que creaste, y, para que sufras lo más posible, ordenaré que tu hijo te acompañe. No sé si conoces el modo de salir del Laberinto, pero te aconsejo que no intentéis fugaros, porque voy a dejar a cinco guardias armados a las puertas de tu prisión, con orden de mataros si llegáis a asomar la cabeza al exterior.
El hijo de Dédalo se llamaba Ícaro y era un joven adorable. A sus catorce años, conservaba toda la ingenuidad de los niños que nunca han sufrido, y poseía una simpatía natural que enamoraba a las mujeres y despertaba la amistad de los hombres. Pero su rostro alegre se ensombreció de pronto cuando Ícaro se vio encerrado en el Laberinto. Dédalo, al verlo tan triste, lo abrazó con ternura y le rogó que no sufriera.
- Ten confianza, Ícaro -le dijo-. Encontraré un modo de salir de aquí.
No tuvo que pensar mucho, pues estaba acostumbrado a idear lo imposible. Dédalo recordó que algunas de las cámaras del Laberinto carecían de techo, y una invención genial floreció entonces en su mente. "Los caminos de la tierra y del mar me están vedados", se dijo, "pero no los del cielo". Su plan era muy simple. A la mañana siguiente, le mostró a su hijo el invento que les iba a devolver la libertad: con ayuda de unas cañas, plumas de pájaro y algo de cera, Dédalo había construido dos pares de alas enormes.
- Saldremos de aquí volando como las aves -le anunció a Ícaro-. Pero debes ser cuidadoso. Si vuelas muy bajo, el agua del mar mojará tus alas, y se volverán tan pesadas que te harán caer. Pero tampoco debes volar demasiado alto, porque el calor del sol ablandaría la cera que une las plumas, y las alas se desharían. Mantente, pues, en el centro, y cuando llegue la noche, no mires a las estrellas, que podrían aturdirte con su brillo. Sígueme, hijo, que yo seré tu guía.
Todo empezó muy bien. Con las alas atadas a la espalda, padre e hijo escaparon volando del Laberinto. Quienes los divisaban desde tierra, echaban a correr en desbandada, asustados por aquellas extrañas criaturas que tenían cuerpo de hombre y alas de pájaro. Dédalo iba delante, para indicarle el camino a su hijo. Al principio, temió por la vida del muchacho, pues lo estaba obligando a desafiar las leyes de la naturaleza. Sin embargo, Ícaro tardó muy poco en aprender la mecánica del vuelo, y entonces Dédalo recuperó la calma. De vez en cuando, el viejo miraba hacia atrás, y confirmaba con alegría que su hijo imitaba a la perfección las habilidades de los pájaros. Ícaro sabía aprovechar las corrientes de aire para ganar impulso y se mantenía a media altura, tal y como Dédalo le había aconsejado. A veces, al notar la caricia del viento en la cara, dejaba escapar una risa infantil. Parecía que hubiera nacido para transitar por las rutas invisibles de las aves, y no por los caminos polvorientos que recorren el hombre y su caballo.
Dédalo, cada vez más tranquilo, se dedicó a pensar en el futuro. Había decidido volver a Atenas, su ciudad de origen, donde pensaba construir una máquina capaz de predecir los cambios de tiempo y una estatua asombrosa que movería las manos a su antojo. Estaba seguro de que la gente celebraría sus invenciones, y que su nombre volvería a andar en boca de todos. Dédalo se entusiasmó tanto con su gloria futura, y se hundió tan a fondo en su ensoñación, que dejó de mirar atrás...
La desgracia sucedió frente a las costas de Samos. Ícaro, cada vez más envalentonado, se atrevió a hacer algunas piruetas aprovechando que el viento venía en contra. Sentía que el cielo era suyo, y que una mano invisible lo mantenía por encima del mundo. En cierto momento, bajó en picado, tan solo por el capricho de aterrorizar a unos marinos que viajaban a bordo de una galera. Luego tomó la dirección contraria, y comenzó a subir hacia el sol, cada vez más arriba, a regiones distantes en las que ya no sonaba el rumor del mundo, a territorios remotos que resultaban inaccesibles para las mismas aves. La esfera del sol, convertida en un ídolo de luz, atraía toda su atención. Fascinado por su propia valentía, borracho de confianza y libertad, Ícaro notó que sus sentidos se abrían de pronto y que su corazón se expandía en una dicha infinita. Sentía que el mundo entero estaba a su merced. Sin embargo, en el momento menos pensado, la desgracia borró la sonrisa del muchacho. Ícaro perdió el equilibrio, se ladeó como una bestia herida y comenzó a caer a toda velocidad. Cuando vio que las plumas de sus alas giraban a su alrededor, lanzó un grito dramático que desbarató la calma de los cielos.
- ¡Padre, padre! -dijo.
Dédalo volvió la vista atrás, y el pánico desbordó su corazón. El peor de sus temores acababa de cumplirse. Las alas de Ícaro se habían deshecho, y el muchacho caía en picado hacia el mar. Ícaro había cometido la imprudencia de acercarse demasiado al sol, y el sol había derretido la cera de sus alas. Aunque agitaba sus brazos con desesperación, sus brazos desnudos ya no podían sostenerlo en el aire. Cuando el cuerpo de Ícaro se estrelló contra el mar, el chasquido del agua tuvo la resonancia inequívoca de la muerte. Dédalo no pudo hacer otra cosa más que llorar por su hijo. Necesitó la ayuda de unos pescadores para rescatar el cadáver, y lo depositó en un sepulcro en la isla más cercana, que desde aquel día, en memoria de quien voló tan alto, lleva el nombre de Icaria.