lunes, 28 de octubre de 2024

LAS METAMORFOSIS: El hilo de Ariadna

 




    Creta estaba sin rey, y Minos quería serlo. Para impresionar a los cretenses, les recordó que era hijo de Júpiter y de Europa, y que, como estaba emparentado con todos los dioses, estos accederían a cualquier petición suya. 
__ Ponedme a prueba __les dijo__, y veréis lo que valgo. 
Los cretenses se reunieron, deliberaron y acordaron hacerle una petición aparentemente absurda, convencidos de que eso le impediría cumplir su palabra. 
__ Pídele a Neptuno, señor del océano y tío tuyo __ le rogaron__, que haga salir un toro del mar. 
__ Id a la playa y esperad __les dijo Minos__. Cuando el toro aparezca, lo sacrificaré en honor de mi tío. 

    Nadie creía en su palabra. Pero, ante el asombro de los presentes, las aguas se abrieron y un magnífico toro blanco, con racimos de algas en los cuernos, nadó hacia tierra y se plantó ante Minos. 
    Era un ejemplar grande, alto, proporcionado y lleno de fuerza. Minos le acarició la nuca o testuz, los cuernos en forma de lira, la amplia papada, el lomo arqueado. 
    Los cretenses le ovacionaron y lo nombraron rey, pero no pudo decidirse a sacrificar a un toro tan espectacular, así que lo juntó con su propio ganado y sacrificó en honor de Neptuno un toro corriente. 
    El dios del océano, ya de por sí irascible, se sintió muy ofendido. Había regalado el toro con la convicción de que le sería sacrificado, y Minos había faltado a su promesa. 
    Hizo, pues, que la reina Pasífae, esposa de Minos, se enamorase del hermoso animal. Le dedicó toda suerte de caricias, pero el toro no mostró interés, hasta que la reina convenció a Dédalo, escultor, inventor y arquitecto de Atenas, de que construyese una vaca artificial, donde ella se introdujo para atraer al toro y ayuntarse con él. 
    Al cabo del tiempo, Pasífae dio a luz a un monstruo con cabeza de ternero y cuerpo de niño, al que no tardaron en salirle unos cuernos enormes, y que acabó siendo un hombre alto y fuerte, extremadamente velludo, con la cabeza de un gran toro. Tan ancha era la media luna de sus cuernos que nadie podía abarcarla, por más que extendiera los brazos. 
    Los cretenses le pusieron el nombre de Minotauro, el hijo toro de Minos, por el que aún le conocemos. El rey hubiera sobrellevado la situación con cierta dignidad, pero el descubrimiento de que el monstruo era un gran devorador de carne humana hizo que se sintiera avergonzado. 
Sin duda, hubiera podido destruirlo. Pero entonces, Neptuno, encolerizado, habría causado un diluvio o la erupción de un volcán marino. Así que se contentó con encargar al arquitecto Dédalo que diseñara y construyese un edificio que sirviera de prisión al monstruoso Minotauro, y del que resultara imposible salir. 
    Dédalo cumplió el encargo y construyó el Laberinto de Creta, en Cnosos, el primero y más famoso de todos los laberintos, una inextricable maraña de cámaras y pasadizos, algunos sobre el suelo y otros subterráneos, en su mayoría inaccesibles a la luz, muchos de los cuales no conducían a ninguna parte. 
    En el centro del laberinto estaban las habitaciones del Minotauro, cuyo apetito depravado era satisfecho con niños, cautivos de guerra o criminales condenados a muerte. 
    Hacia la misma época en que el monstruo nació en Creta, Androgeo, el hijo de Minos, había viajado a Atenas para participar en los Juego Panateinaicos, en los que se celebraban competiciones atléticas, ecuestres y artísticas. 
    Androgeo era un atleta formidable, diestro por igual en las carreras, los saltos, la lucha y los lanzamientos de jabalina y disco. Venció en casi todas las competeciones, hasta tal punto que unos atenienses, celosos porque un extrajero les ganaba en su terreno, y temerosos de que aún consiguiera más victorias, le cortaron el cuello. 
    En represalia, Minos organizó una expedición de castigo y puso sitio a Atenas. Como la guerra se desarrollaba con lentitud, el rey de Creta suplicó a Júpiter que castigase a sus enemigos. La peste y el hambre empezaron a diezmar la ciudad de Minerva. Deseosos de conseguir una tregua, los atenienses consultaron al oráculo de Delfos, para descubrir el mejor modo de remediar sus males. La pitonisa les aconsejó que concedieran a Minos, como expiación por la muerte de su hijo, las satisfacciones que pidiese. 
    El rey de Creta exigió que cada nueve años los atenienses le enviasen siete muchachos atractivos y siete hermosas doncellas, para servir de alimento al cruel Minotauro. Obligados por las circunstancias, los sitiados accedieron.
    Así pues, escogieron a las catorce víctimas y las acompañaron hasta el Pireo, en medio de una procesión fúnebre. Los elegidos para el sacrificio subieron a un barco con velas negras de luto y zarparon hacia Creta. Allí, los soldados de Minos los condujeron al Laberinto. 
    Uno tras otros, los aterrorizados jóvenes se adentraron por los largos corredores húmedos. El Minotauro los localizó por el olfato y se les acercó lentamente en la oscuridad. Lo último que cada uno vio, antes de ser devorado, fueron unos ojillos inyectados en sangre y una boca de enormes dimensiones. 
    Se preparaba una de aquellas tristes expediciones a Creta cuando Teseo, hijo del rey Egeo de Atenas, se presentó ante el Consejo de Ancianos. 
__ ¡Basta ya de entregar a nuestros mejores jóvenes para satisfacer el hambre de ese monstruo! __exclamó__. ¡Basta de que mueran atenienses!
__ Tus palabras, Teseo __replicó el rey__, han sido pronunciadas muchas veces, pero no son voces de prudencia, sino de juventud exaltada. ¿Qué más quisiéramos nosotros que terminar con este duro tributo? Muchos lo han intentado, pero nadie lo ha conseguido. En estos tiempos, Creta es más poderosa. Si no pagáramos ese alto precio, todos perecíamos. 
__ Hablas con prudencia y sabiduría __dijo Teseo__. Pero ha llegado el momento de actuar. Permite, padre mío, que yo acompañe a los jóvenes que van a Creta. 

    Aunque Egeo se resistió al principio, Teseo puso tanta decisión y tanta pasión en sus argumentos, que acabó accediendo y lo dejó partir con siete adolescentes y las siete doncellas. 
    El buque en el que iban las víctimas llevaba una vela negra, en señal del luto que desgarraba los corazones de los atenienses. Pero el rey Egeo quiso que también llevaran otra. 
__ Confío en que los dioses te den la inteligencia y la habilidad que necesitas para el triunfo __ le dijo a Teseo__ Toma, pues, esta vela blanca, para que, si la suerte os es propicia, sea ella la que desde lejos me anuncie vuestra victoria. 

    Cuando Teseo llegó al palacio de Minos, al frente del grupo de atenienses, aún no sabía de qué modo vencería al Minotauro, y seguramente hubiese sucumbido, como cuantos le habían precedido, si no hubiera sido porque Ariadna, la hija de Minos y Pasifae, se enamoró de él. 
    Teseo le explicó que su viaje a Creta tenía como objeto matar al Minotauro y cubrirse de gloria o hallar un fin desgraciado. Maravillada ante tanto valor, Ariadna resolvió salvar al héroe. Le enseñó el modo de acercarse al Minotauro, le entregó a escondidas un largo ovillo de hilo, y le dijo: 
__Toma este ovillo. Cuando entres en el Laberinto, lo irás desenrollando, a fin de que, una vez hayas dado muerte al Minotauro, puedas encontrar la salida. 
__ ¿Por qué haces esto por un desconocido? __le preguntó él. 
__ Porque te amo __le contestó Ariadna sencillamente. 

    Teseo siguió sus consejos. Había pedido ser el primero en adentrarse en el Laberinto, y le fue concedido. Fue desenrollando el ovillo, mientras escuchaba atentamente, hasta que oyó el ruido de pasos humanos y, a continuación, el terrible bramido del toro cargando contra él. 
    Pero, en lugar de una doncella o un joven imberbe, el Minotauro se encontró con un ágil y experimentado guerrero, que esquivó su embestida, le agarró por un cuerno y le derribó por los suelos. 
    Fuera del Laberinto, Ariadna escuchaba con ansiedad los rugidos del terrible combate. Todo terminó cuando Teseo volvió a derribar al monstruo, le aplastó la cabeza con una maza y le hundió una espada en el corazón. 
    Siguiendo el hilo de Ariadna, Teseo encontró la salida. Los jóvenes atenienses se regocijaron de la victoria del héroe, y volvieron a embarcarse. 
    Teseo resultó ser un amante ingrato. Agradeció sus favores a Ariadna hasta que el barco se detuvo en la isla de Naxos. Ariadna se quedó dormida en la playa y, cuando despertó, vio que la nave había levado anchas, dejándola abandonada. Allí tiempo después, la encontró Baco, que se casó con ella y a final de su vida acabó convirtiéndola en una constelación de estrellas. 
    
    El rey Egeo permanecía noche y día sobre lo alto de un rocoso acantilado, oteando el horizonte. Hasta que un día vio una nave que se acercaba con la vela henchida, dejando tras sí una blanca estela de espuma. Por desgracia, la vela era negra. Creyendo que aquella era seña. de que Teseo, su hijo amado, había sucumbido, se despeñó por el acantilado. 
    Felices por haber triunfado sobre el Minotauro, los vencedores había olvidado cambiar la vela negra por la blanca. 


    

    

LAS METAMORFOSIS: Las alas de Ícaro

(Teseo ha conseguido dar muerte al Minotauro y huir del Laberinto de Creta, ideado por Dédalo, gracias a la ayuda de Ariadna)  

En Creta, mientras tanto, el viento de la desgracia seguía soplando fuerte. Cuando Minos supo que Teseo le había robado a su hija, su corazón ardió de nuevo en cólera. Era medianoche cuando acudió en busca de Dédalo y reventó de un golpe la puerta de su casa. Tras sacar al arquitecto de su cama, lo levantó por la garganta hasta dejarlo suspendido a tres palmos del suelo. 

    - ¿Así es que era imposible salir del Laberinto? -le gritó-. ¡Me has mentido, Dédalo, y lo vas a pagar! Ahora mismo te encerraré en el edificio que creaste, y, para que sufras lo más posible, ordenaré que tu hijo te acompañe. No sé si conoces el modo de salir del Laberinto, pero te aconsejo que no intentéis fugaros, porque voy a dejar a cinco guardias armados a las puertas de tu prisión, con orden de mataros si llegáis a asomar la cabeza al exterior. 

    El hijo de Dédalo se llamaba Ícaro y era un joven adorable. A sus catorce años, conservaba toda la ingenuidad de los niños que nunca han sufrido, y poseía una simpatía natural que enamoraba a las mujeres y despertaba la amistad de los hombres. Pero su rostro alegre se ensombreció de pronto cuando Ícaro se vio encerrado en el Laberinto. Dédalo, al verlo tan triste, lo abrazó con ternura y le rogó que no sufriera. 

    - Ten confianza, Ícaro -le dijo-. Encontraré un modo de salir de aquí. 

    No tuvo que pensar mucho, pues estaba acostumbrado a idear lo imposible. Dédalo recordó que algunas de las cámaras del Laberinto carecían de techo, y una invención genial floreció entonces en su mente. "Los caminos de la tierra y del mar me están vedados", se dijo, "pero no los del cielo". Su plan era muy simple. A la mañana siguiente, le mostró a su hijo el invento que les iba a devolver la libertad: con ayuda de unas cañas, plumas de pájaro y algo de cera, Dédalo había construido dos pares de alas enormes. 

    - Saldremos de aquí volando como las aves -le anunció a Ícaro-. Pero debes ser cuidadoso. Si vuelas muy bajo, el agua del mar mojará tus alas, y se volverán tan pesadas que te harán caer. Pero tampoco debes volar demasiado alto, porque el calor del sol ablandaría la cera que une las plumas, y las alas se desharían. Mantente, pues, en el centro, y cuando llegue la noche, no mires a las estrellas, que podrían aturdirte con su brillo. Sígueme, hijo, que yo seré tu guía. 

Todo empezó muy bien. Con las alas atadas a la espalda, padre e hijo escaparon volando del Laberinto. Quienes los divisaban desde tierra, echaban a correr en desbandada, asustados por aquellas extrañas criaturas que tenían cuerpo de hombre y alas de pájaro. Dédalo iba delante, para indicarle el camino a su hijo. Al principio, temió por la vida del muchacho, pues lo estaba obligando a desafiar las leyes de la naturaleza. Sin embargo, Ícaro tardó muy poco en aprender la mecánica del vuelo, y entonces Dédalo recuperó la calma. De vez en cuando, el viejo miraba hacia atrás, y confirmaba con alegría que su hijo imitaba a la perfección las habilidades de los pájaros. Ícaro sabía aprovechar las corrientes de aire para ganar impulso y se mantenía a media altura, tal y como Dédalo le había aconsejado. A veces, al notar la caricia del viento en la cara, dejaba escapar una risa infantil. Parecía que hubiera nacido para transitar por las rutas invisibles de las aves, y no por los caminos polvorientos que recorren el hombre y su caballo. 

    Dédalo, cada vez más tranquilo, se dedicó a pensar en el futuro. Había decidido volver a Atenas, su ciudad de origen, donde pensaba construir una máquina capaz de predecir los cambios de tiempo y una estatua asombrosa que movería las manos a su antojo. Estaba seguro de que la gente celebraría sus invenciones, y que su nombre volvería a andar en boca de todos. Dédalo se entusiasmó tanto con su gloria futura, y se hundió tan a fondo en su ensoñación, que dejó de mirar atrás...

    La desgracia sucedió frente a las costas de Samos. Ícaro, cada vez más envalentonado, se atrevió a hacer algunas piruetas aprovechando que el viento venía en contra. Sentía que el cielo era suyo, y que una mano invisible lo mantenía por encima del mundo. En cierto momento, bajó en picado, tan solo por el capricho de aterrorizar a unos marinos que viajaban a bordo de una galera. Luego tomó la dirección contraria, y comenzó a subir hacia el sol, cada vez más arriba, a regiones distantes en las que ya no sonaba el rumor del mundo, a territorios remotos que resultaban inaccesibles para las mismas aves. La esfera del sol, convertida en un ídolo de luz, atraía toda su atención. Fascinado por su propia valentía, borracho de confianza y libertad, Ícaro notó que sus sentidos se abrían de pronto y que su corazón se expandía en una dicha infinita. Sentía que el mundo entero estaba a su merced. Sin embargo, en el momento menos pensado, la desgracia borró la sonrisa del muchacho. Ícaro perdió el equilibrio, se ladeó como una bestia herida y comenzó a caer a toda velocidad. Cuando vio que las plumas de sus alas giraban a su alrededor, lanzó un grito dramático que desbarató la calma de los cielos. 

    - ¡Padre, padre! -dijo. 

    Dédalo volvió la vista atrás, y el pánico desbordó su corazón. El peor de sus temores acababa de cumplirse. Las alas de Ícaro se habían deshecho, y el muchacho caía en picado hacia el mar. Ícaro había cometido la imprudencia de acercarse demasiado al sol, y el sol había derretido la cera de sus alas. Aunque agitaba sus brazos con desesperación, sus brazos desnudos ya no podían sostenerlo en el aire. Cuando el cuerpo de Ícaro se estrelló contra el mar, el chasquido del agua tuvo la resonancia inequívoca de la muerte. Dédalo no pudo hacer otra cosa más que llorar por su hijo. Necesitó la ayuda de unos pescadores para rescatar el cadáver, y lo depositó en un sepulcro en la isla más cercana, que desde aquel día, en memoria de quien voló tan alto, lleva el nombre de Icaria. 



jueves, 10 de octubre de 2024

SONETOS AMOROSOS, Quevedo

 EFECTOS VARIOS DE SU CORAZÓN, FLUCTUANDO EN LAS ONDAS DE LOS CABELLOS DE LISIS


En crespa tempestad del oro undoso
nada golfos de luz ardiente y pura
mi corazón, sediento de hermosura,
si el cabello deslazas generoso.

Leandro, en mar de fuego proceloso,
su amor ostenta, su vivir apura;
Ícaro, en senda de oro mal segura,
arde sus alas por morir glorioso.

Con pretensión de Fénix encendidas
sus esperanzas, que difuntas lloro,
intenta que su muerte engendre vidas.

Avaro y rico, y pobre, en el tesoro
el castigo y la hambre imita a Midas,
Tántalo en fugitiva fuente de oro.

NOTAS.
Leandro: joven que atravesaba cada noche el Helesponto, a nado, para visitar a su amada; una noche se ahogó.
Ícaro: hijo de Dédalo, arquitecto del laberinto de Creta, del cual ambos se escaparon utilizando unas alas de plumas pegadas con cera, inventadas por el padre. Desobedeciendo a su padre, Ícaro voló demasiado cerca del sol, cuyo calor le despegó las alas, por lo que el joven cayó al mar y murió.
Fénix: pájaro fantástico, de cuyas cenizas renacía él mismo.
Midas: rey de Frigia que tenía el don de convertir todo lo que tocara en oro. Sin embargo, sufrió hambre debido a que toda la comida que tocaba se convertía en oro.
Tántalo: personaje que por una ofensa a los dioses, fue condenado a sufrir hambre y sed incesantes (le pusieron en una fuente rodeada de árboles cargados de fruto, pero cada vez que se inclinaba a beber, el agua bajaba hasta el suelo, y cada vez que alzaba la mano a las frutas, el viento levantaba las ramas y las ponía fuera de su alcance)

LAS METAMORFOSIS, Ovidio: "Venus y Adonis"

     Era la hora ardiente del mediodía, y en la soledad del bosque no se oía otra cosa más que el susurro laborioso de las abejas. A la somb...