Creta estaba sin rey, y Minos quería serlo. Para impresionar a los cretenses, les recordó que era hijo de Júpiter y de Europa, y que, como estaba emparentado con todos los dioses, estos accederían a cualquier petición suya. 
__ Ponedme a prueba __les dijo__, y veréis lo que valgo. 
Los cretenses se reunieron, deliberaron y acordaron hacerle una petición aparentemente absurda, convencidos de que eso le impediría cumplir su palabra. 
__ Pídele a Neptuno, señor del océano y tío tuyo __ le rogaron__, que haga salir un toro del mar. 
__ Id a la playa y esperad __les dijo Minos__. Cuando el toro aparezca, lo sacrificaré en honor de mi tío. 
    Nadie creía en su palabra. Pero, ante el asombro de los presentes, las aguas se abrieron y un magnífico toro blanco, con racimos de algas en los cuernos, nadó hacia tierra y se plantó ante Minos. 
    Era un ejemplar grande, alto, proporcionado y lleno de fuerza. Minos le acarició la nuca o testuz, los cuernos en forma de lira, la amplia papada, el lomo arqueado. 
    Los cretenses le ovacionaron y lo nombraron rey, pero no pudo decidirse a sacrificar a un toro tan espectacular, así que lo juntó con su propio ganado y sacrificó en honor de Neptuno un toro corriente. 
    El dios del océano, ya de por sí irascible, se sintió muy ofendido. Había regalado el toro con la convicción de que le sería sacrificado, y Minos había faltado a su promesa. 
    Hizo, pues, que la reina Pasífae, esposa de Minos, se enamorase del hermoso animal. Le dedicó toda suerte de caricias, pero el toro no mostró interés, hasta que la reina convenció a Dédalo, escultor, inventor y arquitecto de Atenas, de que construyese una vaca artificial, donde ella se introdujo para atraer al toro y ayuntarse con él. 
    Al cabo del tiempo, Pasífae dio a luz a un monstruo con cabeza de ternero y cuerpo de niño, al que no tardaron en salirle unos cuernos enormes, y que acabó siendo un hombre alto y fuerte, extremadamente velludo, con la cabeza de un gran toro. Tan ancha era la media luna de sus cuernos que nadie podía abarcarla, por más que extendiera los brazos. 
    Los cretenses le pusieron el nombre de Minotauro, el hijo toro de Minos, por el que aún le conocemos. El rey hubiera sobrellevado la situación con cierta dignidad, pero el descubrimiento de que el monstruo era un gran devorador de carne humana hizo que se sintiera avergonzado. 
Sin duda, hubiera podido destruirlo. Pero entonces, Neptuno, encolerizado, habría causado un diluvio o la erupción de un volcán marino. Así que se contentó con encargar al arquitecto Dédalo que diseñara y construyese un edificio que sirviera de prisión al monstruoso Minotauro, y del que resultara imposible salir. 
    Dédalo cumplió el encargo y construyó el Laberinto de Creta, en Cnosos, el primero y más famoso de todos los laberintos, una inextricable maraña de cámaras y pasadizos, algunos sobre el suelo y otros subterráneos, en su mayoría inaccesibles a la luz, muchos de los cuales no conducían a ninguna parte. 
    En el centro del laberinto estaban las habitaciones del Minotauro, cuyo apetito depravado era satisfecho con niños, cautivos de guerra o criminales condenados a muerte. 
    Hacia la misma época en que el monstruo nació en Creta, Androgeo, el hijo de Minos, había viajado a Atenas para participar en los Juego Panateinaicos, en los que se celebraban competiciones atléticas, ecuestres y artísticas. 
    Androgeo era un atleta formidable, diestro por igual en las carreras, los saltos, la lucha y los lanzamientos de jabalina y disco. Venció en casi todas las competeciones, hasta tal punto que unos atenienses, celosos porque un extrajero les ganaba en su terreno, y temerosos de que aún consiguiera más victorias, le cortaron el cuello. 
    En represalia, Minos organizó una expedición de castigo y puso sitio a Atenas. Como la guerra se desarrollaba con lentitud, el rey de Creta suplicó a Júpiter que castigase a sus enemigos. La peste y el hambre empezaron a diezmar la ciudad de Minerva. Deseosos de conseguir una tregua, los atenienses consultaron al oráculo de Delfos, para descubrir el mejor modo de remediar sus males. La pitonisa les aconsejó que concedieran a Minos, como expiación por la muerte de su hijo, las satisfacciones que pidiese. 
    El rey de Creta exigió que cada nueve años los atenienses le enviasen siete muchachos atractivos y siete hermosas doncellas, para servir de alimento al cruel Minotauro. Obligados por las circunstancias, los sitiados accedieron.
    Así pues, escogieron a las catorce víctimas y las acompañaron hasta el Pireo, en medio de una procesión fúnebre. Los elegidos para el sacrificio subieron a un barco con velas negras de luto y zarparon hacia Creta. Allí, los soldados de Minos los condujeron al Laberinto. 
    Uno tras otros, los aterrorizados jóvenes se adentraron por los largos corredores húmedos. El Minotauro los localizó por el olfato y se les acercó lentamente en la oscuridad. Lo último que cada uno vio, antes de ser devorado, fueron unos ojillos inyectados en sangre y una boca de enormes dimensiones. 
    Se preparaba una de aquellas tristes expediciones a Creta cuando Teseo, hijo del rey Egeo de Atenas, se presentó ante el Consejo de Ancianos. 
__ ¡Basta ya de entregar a nuestros mejores jóvenes para satisfacer el hambre de ese monstruo! __exclamó__. ¡Basta de que mueran atenienses!
__ Tus palabras, Teseo __replicó el rey__, han sido pronunciadas muchas veces, pero no son voces de prudencia, sino de juventud exaltada. ¿Qué más quisiéramos nosotros que terminar con este duro tributo? Muchos lo han intentado, pero nadie lo ha conseguido. En estos tiempos, Creta es más poderosa. Si no pagáramos ese alto precio, todos perecíamos. 
__ Hablas con prudencia y sabiduría __dijo Teseo__. Pero ha llegado el momento de actuar. Permite, padre mío, que yo acompañe a los jóvenes que van a Creta. 
    Aunque Egeo se resistió al principio, Teseo puso tanta decisión y tanta pasión en sus argumentos, que acabó accediendo y lo dejó partir con siete adolescentes y las siete doncellas. 
    El buque en el que iban las víctimas llevaba una vela negra, en señal del luto que desgarraba los corazones de los atenienses. Pero el rey Egeo quiso que también llevaran otra. 
__ Confío en que los dioses te den la inteligencia y la habilidad que necesitas para el triunfo __ le dijo a Teseo__ Toma, pues, esta vela blanca, para que, si la suerte os es propicia, sea ella la que desde lejos me anuncie vuestra victoria. 
    Cuando Teseo llegó al palacio de Minos, al frente del grupo de atenienses, aún no sabía de qué modo vencería al Minotauro, y seguramente hubiese sucumbido, como cuantos le habían precedido, si no hubiera sido porque Ariadna, la hija de Minos y Pasifae, se enamoró de él. 
    Teseo le explicó que su viaje a Creta tenía como objeto matar al Minotauro y cubrirse de gloria o hallar un fin desgraciado. Maravillada ante tanto valor, Ariadna resolvió salvar al héroe. Le enseñó el modo de acercarse al Minotauro, le entregó a escondidas un largo ovillo de hilo, y le dijo: 
__Toma este ovillo. Cuando entres en el Laberinto, lo irás desenrollando, a fin de que, una vez hayas dado muerte al Minotauro, puedas encontrar la salida. 
__ ¿Por qué haces esto por un desconocido? __le preguntó él. 
__ Porque te amo __le contestó Ariadna sencillamente. 
    Teseo siguió sus consejos. Había pedido ser el primero en adentrarse en el Laberinto, y le fue concedido. Fue desenrollando el ovillo, mientras escuchaba atentamente, hasta que oyó el ruido de pasos humanos y, a continuación, el terrible bramido del toro cargando contra él. 
    Pero, en lugar de una doncella o un joven imberbe, el Minotauro se encontró con un ágil y experimentado guerrero, que esquivó su embestida, le agarró por un cuerno y le derribó por los suelos. 
    Fuera del Laberinto, Ariadna escuchaba con ansiedad los rugidos del terrible combate. Todo terminó cuando Teseo volvió a derribar al monstruo, le aplastó la cabeza con una maza y le hundió una espada en el corazón. 
    Siguiendo el hilo de Ariadna, Teseo encontró la salida. Los jóvenes atenienses se regocijaron de la victoria del héroe, y volvieron a embarcarse. 
    Teseo resultó ser un amante ingrato. Agradeció sus favores a Ariadna hasta que el barco se detuvo en la isla de Naxos. Ariadna se quedó dormida en la playa y, cuando despertó, vio que la nave había levado anchas, dejándola abandonada. Allí tiempo después, la encontró Baco, que se casó con ella y a final de su vida acabó convirtiéndola en una constelación de estrellas. 
    El rey Egeo permanecía noche y día sobre lo alto de un rocoso acantilado, oteando el horizonte. Hasta que un día vio una nave que se acercaba con la vela henchida, dejando tras sí una blanca estela de espuma. Por desgracia, la vela era negra. Creyendo que aquella era seña. de que Teseo, su hijo amado, había sucumbido, se despeñó por el acantilado. 
    Felices por haber triunfado sobre el Minotauro, los vencedores había olvidado cambiar la vela negra por la blanca. 
    

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