ACTIVIDAD. Tras la lectura, trata de relacionar el contenido de esta historia contada por Ovidio, y otras que hemos conocido este año en clase.
Según Ovidio, el mundo de los dioses se parece mucho al de los
hombres. Se trata de una sociedad muy jerarquizada. Júpiter, el amo del mundo,
se encuentra en la cumbre del cielo. Después, están los grandes dioses en
moradas cercanas a la suya. Por último, más alejados, la multitud de pequeños
dioses. Lo mismo sucede con el monte Palatino, una de las siete colinas de
Roma, donde el emperador Augusto ha mandado construir su palacio, mientras que
los notables y las gentes del pueblo viven más abajo, en la ciudad.
LL LLa tierra había emergido del
caos, una mezcla confusa de todos los elementos. Existía, plana y redonda, con
el mar a su alrededor, el cielo encima, el sol en el cielo. El mundo estaba poblado por
los titanes, gigantes primitivos, y por los dioses, cuyo soberano era Júpiter.
Prometeo, un titán ingenioso,
había modelado al hombre, con barro y agua.
Los hombres se han
multiplicado por la superficie de la tierra. Han vivido felices al principio,
piadosos y honestos. Pero con el tiempo, han dejado de entenderse y han empezado
a pelearse y a matarse entre sí. Ya nadie se inclina ante los altares de los
dioses.
Al ver todo esto desde su
morada divina, como si fuera el monte Palatino en el cielo, Júpiter es presa de
un arrebato de ira. Convoca a todos los dioses. Llegan, por la Vía Láctea, los
grandes dioses que habitan en los palacios cercanos y la multitud de pequeños
dioses que están más lejos. Todos ocupan su lugar en la sala de mármol, ante el
trono de su soberano.
Júpiter está sentado, apoyado
en su cetro de marfil, con un aspecto terrible. En varias ocasiones sacude la
cabeza y sus gestos hacen estremecer la tierra, el mar y hasta los astros.
Habla así:
—Quiero destruir la raza de
los humanos. Han cometido demasiados crímenes. Sabía que eran deshonestos y
mez- quinos. Su mala reputación había llegado hasta mis oídos. Como quería
estar seguro, descendí entre ellos, disfrazado. Lo que vi supera con creces lo
que hubiera podido imaginar. Los voy a hacer desaparecer. Lo juro por el
Estige.
El juramento por el Estige es
el más temible: nadie, ni siquiera el amo del mundo, puede retractarse de él.
Un escalofrío recorre el
concilio de los dioses. Si bien algunos apoyan plenamente a su soberano, a
otros les pre- ocupa la idea de la desaparición de los hombres.
—¿Quién vendrá a honrarnos y a
quemar incienso en nuestros altares, cuando ya no haya en el mundo más que
animales salvajes? —preguntan.
—Yo asumo toda la
responsabilidad por este asunto —afirma Júpiter—. Os prometo que una nueva raza
de hombres renacerá pronto, milagrosamente, y repoblará la tierra.
El rey de los dioses está ya
preparado para lanzar su rayo sobre los mortales, pero teme incendiar el
universo entero, así que baja el brazo. Decide no aniquilar a los hombres por
el fuego, sino por el agua.
Encierra al Aquilón, el viento
capaz de apartar las nubes, y libera al Noto, el viento del sur que trae la
lluvia.
El Noto levanta su rostro
espantoso, oscuro como la no- che. Despliega sus alas, sacude su barba blanca,
sus cabellos chorreantes. Con una mano, presiona el vientre de las nubes, que
vierten cataratas. Iris, la mensajera de los dioses con la túnica de arco iris,
aspira el agua para alimentar las nubes. En la tierra, se pierden las cosechas
anegadas y los campesinos quedan desolados.
Pero Júpiter todavía no tiene
suficiente. Pide ayuda a su hermano, Neptuno, que acude desde el fondo del
océano. Llama a los ríos, sus súbditos, y les ordena:
—Liberaos, salid de vuestro
lecho, romped los diques, desencadenad vuestra violencia.
Los ríos obedecen. Mientras el
dios de las aguas golpea con su tridente la tierra, que se agrieta, hacen rodar
sus cursos violentos hacia el mar, arrastrándolo todo a su paso: hombres,
árboles, animales, casas y hasta los templos, moradas sagradas de los dioses.
Los humanos se refugian
primero en la cumbre de las colinas o en barcas, navegando por encima de lo que
habían sido sus campos de trigo, sus viñedos, sus granjas. Los peces se
encaraman a los árboles, donde antes triscaban las cabras juegan las focas, los
delfines saltan entre las ramas de los robles. El agua sigue subiendo, cubre
los tejados, las torres más altas. Sus remolinos arrastran tanto a las ovejas
como a los lobos, también a los leones, tigres, ciervos y jabalíes. Los pájaros
vuelan largo rato pero, al no tener dónde posarse, caen. Los seres vivos que se
han salvado de la inundación terminan por morir de hambre.
Toda la tierra está cubierta
por una inmensa extensión de agua sin orillas, cuyas olas chapotean hasta el
horizonte. Solamente emerge todavía la doble cima del monte Parnaso. Aquí
embarranca la barquita de Deucalión y Pirra. Deucalión era hijo de Prometeo, el
titán que había modelado a los hombres en los orígenes del mundo. Pirra era a
la vez su esposa y su prima hermana. No había hombre más virtuoso ni mujer más
respetuosa de los dioses.
Apenas han llegado a las laderas del monte Parnaso, se ponen a
rezar a las ninfas que allí habitan y a la diosa Temis, que en este lugar
continúa pronunciando sus oráculos. Júpiter se fija en estos dos justos, únicos
supervivientes entre millares de muertos en medio de la llanura líquida.
Entonces, libera al Aquilón, empuja las nubes, aparta la cortina de agua. En el
océano, Neptuno depone su tridente. Llama a Tritón, el dios azulado del color del
agua, con los hombros verdes cubiertos de conchas. Tritón emerge con una
caracola en la mano. Se la lleva a la boca y sopla largamente, como si fuera un
cuerno. Al oír este sonido, los ríos vuelven a su cauce, las aguas descienden,
el mar regresa a sus orillas. Reaparecen las colinas y los bosques, con ramas
desnudas, cubiertas de barro.
La tierra retoma su forma
original, pero está devastada, desierta, silenciosa. Los ojos de Deucalión se
llenan de lágrimas.
—Estamos solos en el mundo, mi
amada esposa, y el terror sigue haciendo presa en mi alma. ¿Qué habría sido de
ti sin mí? ¿Y de mí, si tú hubieras desaparecido? Te habría seguido a las
aguas... ¡Ay! ¡Si pudiera repoblar la tierra y modelar a los hombres, como hizo
mi padre al comienzo del mundo!
Ambos lloran. Suplican a la
diosa Temis, que habita en su templo en ruinas, que les ayude y les ilumine con
un oráculo. Se purifican, según los ritos prescritos, en las aguas enlodadas
del río cercano; se mojan la cabeza y las ropas, entran en el santuario, sucio
de verdín, y se prosternan ante el altar, donde ya no arde ningún fuego.
Temis se apiada de ellos.
—Salid del templo —les dice—.
Cubrid vuestra cabeza, desanudaos el cinturón y echad tras de vosotros los
huesos de vuestra gran madre.
Deucalión y Pirra permanecen
mucho tiempo mudos de estupefacción. La primera en tomar la palabra, con voz
temblorosa, es Pirra:
—No... No puedo seguir el
consejo del oráculo... Tendría miedo de ofender a la sombra de mi madre muerta.
Deucalión no contesta. Sigue
reflexionando. Al final, tranquiliza a su mujer:
—El oráculo no nos pide que
cometamos un sacrilegio. Nuestra gran madre es la tierra; sus huesos, son las
piedras que debemos arrojar detrás de nosotros. Vamos a probar.
Y cuando lo intentan, hete
aquí que las piedras que van lanzando a sus espaldas, al caer, se ablandan, se
inflan, adoptan vagamente forma humana, como si fueran estatuas a medio
desbastar. Las partes húmedas se convierten en carne; las partes más duras, en
esqueleto; las venas de la roca, como venas permanecen. Detrás de Deucalión
nacen hombres; tras Pirra, mujeres.
Es una nueva raza de humanos,
que es aún la nuestra, resistente al trabajo y firme ante las penalidades,
porque tiene la fuerza de las rocas.
(Libro I)
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