viernes, 25 de octubre de 2019

METAMORFOSIS: El rapto de Europa



Júpiter era incorregible. De paso por la remota Fenicia, avistó a una joven de trenzas rubias y piel resplandeciente, que cerca de la playa de Tiro cogía flores de los prados y tejía coronas con ellas, en compañía de sus amigas. Era la hija del rey Agenor.
Al momento, el dios de todos los dioses quedó prendado de la joven de radiante blancura.
Para no llamar la atención de su esposa Juno, que siempre lo vigilaba desde el Olimpo, recurrió a su hijo Mercurio.
-               ¿Ves a aquellas jóvenes que cogen flores? –Mercurio asintió-. ¿Y ves aquel rebaño de vacas que pace en la montaña? –Mercurio volvió a asentir-. Es el rebaño del rey Agenor. Lo que has de hacer es disfrazarte de pastor y llevar el rebaño a la playa, sin hacer ruido y sin alarmar a nadie.
Cuando comprobó que su hijo había cumplido sus órdenes, Júpiter tomó la apariencia de un toro blanco como la nieve, de músculos poderosos y cuernos pequeños pero finamente torneados, y se mezcló con el rebaño de vacas.
Las muchachas lo dejaron acercarse sin temor, porque no había en él asomo de fiereza. La propia Europa quedó admirada de su belleza y mansedumbre, y fue tomándole confianza.
El toro divino se detuvo junto a ella, dobló las rodillas, rugió con ternura y le lamió los pies. Europa, por su parte, le ofreció flores y hierba fresca, le acarició los cuernos marfileños, que juntos formaban como un creciente de luna, y colgó guirnaldas de ellos.
-               Acercaos, acercaos, amigas mías –exclamó entonces-. Venid y sentémonos juntas a lomos de este apacible toro, manso como un cordero. Sobre él estaremos tan seguras como en la cubierta de un navío.
Dicho esto, saltó entre risas y se sentó a horcajadas sobre la bestia. Sus compañeras se dispusieron a secundarla. Pero, en cuanto el animal sintió la dulce carga, se encabritó y emprendió una veloz carrera, hasta llegar a la orilla del mar.
Parecía un juego, pero no lo era. Las alborotadas olas se aplacaron, y las compañeras de Europa vieron cómo el toro se internaba en las aguas y corría sobre ellas como por una llanura de arena, rumbo al horizonte.
En vano la joven de tez resplandeciente profirió gritos de socorro, alertando de que no sabía nadar.  Sentada a lomos de su fogoso raptor, se aferraba a uno de los cuernos para no caer, y con la otra mano seguía sosteniendo un cesto con flores.
Atrás quedaron las amadas costas de Fenicia. Durante largo tiempo, Europa solo vio tres cosas: el azul infinito sobre su cabeza, la testuz del toro blanco delante y las profundidades inmensas del mar bajo sus pies, rozados por la espuma salobre.
Por fin, sus ojos avistaron en la distancia las cimas de una isla montañosa. Impaciente, el toro blanco aumentó la velocidad de la carrera. Llegaron a una playa de arenas doradas y él se inclinó para que Europa pudiera descender sin esfuerzo. Acto seguido, Júpiter recuperó su forma divina y reveló su identidad. Al momento, las Horas descendieron del Olimpo, vigilantes y prestas, para preparar bajo un árbol el lecho nupcial de su dueño y señor.
Se amaron como si se embistieran, y luego Europa se adormeció en los brazos de Júpiter. De su sueño nació Minos, el primero y el mejor de todos los reyes de Creta.
El árbol bajo el que durmieron era un plátano de sombra, de los que cada año pierden las hojas. Pero, para conmemorar su noche de amor, Júpiter hizo que aquel árbol inmortal permaneciese siempre verde, con su guirnalda de hojas como gemas.


Aquí tenéis otra versión, contada por Irene Vallejo en su libro El infinito en un junco:

Como todos los griegos sabían, Zeus era un dios mujeriego, siempre al acecho de jovencitas humanas. Cuando alguna le atraía, se vestía con los disfraces más disparatados para cobrarse su particular derecho de pernada. Son famosas sus violaciones en forma de cisne, de lluvia dorada o de toro. Esta última transformación fue la trampa elegida para capturar a Europa, la hija del rey de Tiro.
No hay precisamente amor y armonía -escribe con ironía el poeta Ovidio- en la mansión del padre de los dioses. Zeus ha tenido una bronca doméstica con su esposa Hera y abandona el palacio dando un portazo. Ya fuera del monte Olimpo, decide concederse una aventura con una humana para borrar el regusto amargo de la discusión y de su matrimonio infeliz. Baja a la playa de Tiro (en Fenicia, actualmente, El Líbano), donde ya ha echado el ojo a la atractiva ha del rey, que pasea con su séquito de criadas. Para acercarse a su presa, el dios toma la apariencia de un toro blanco como la nieve, con cuello musculoso y una majestuosa papada que le cuelga sobre las patas delanteras. Europa se fija en el animal de color lácteo y lo contempla pastar tranquilo cerca del mar; sin sospechar que ante sus ojos campa una criatura astuta y maligna, como la ballena blanca que muchos siglos después imaginará Herman Melville.
Empieza la seducción: el toro besa las manos de Europa con su blanco hocico, salta, retoza en la arena, le ofrece la tripa para que se la acaricie. La chica se ríe, pierde el miedo, le sigue el juego. Por el placer de desobedecer a sus viejas criadas, que le hacen señas y advertencias de que sea prudente, se atreve a montarse a caballo sobre el lomo del toro. En cuanto siente los muslos de la chica en su costados, el toro corre hacia el mar, y galopa, sin inmutarse, sobre las aguas. Europa, aterrorizada, se vuelve a mirar a la playa. Su túnica ligera ondea con el soplo del viento. Nunca más volverá a ver su casa ni su ciudad.
El galope de Zeus sobre las aguas la conduce a la isla de Creta (Grecia), donde los hijos de ambos forjarán la deslumbrante civilización de los palacios, del laberinto, del amenazador Minotauro y de las luminosas pinturas que los turistas actuales van a fotografiar entre las ruinas de Cnosos.
Un hermano de Europa, llamado Cadmo, recibe la orden de encontrarla dondequiera que esté. Como Cadmo es solo un simple mortal, no consigue descubrir el escondite que ha elegido Zeus para sus fechorías clandestinas. Recorre Grecia de punta a punta, llamando a Europa hasta que su nombre queda tallado en las rocas, los olivares y los trigales del continente desconocido. Cansado de una búsqueda que no termina nunca, funda la ciudad de Tebas (ciudad griega), cuna de la desgraciada estirpe de Edito. La leyenda cuenta que fue Cadmo quien enseñó a escribir a los griegos.

NOTA. Muchos filólogos sostienen que la palabra "Europa" tiene origen oriental (concretamente del acadio) y significa "el país donde muere el sol". En realidad, la leyenda del rapto de Europa es una símbolo. Lo que se cuenta es el viaje del conocimiento desde el Oriente fértil (entre las cuentas del Tigris y el Nilo) hasta Occidente, concretamente la llegada del alfabeto fenicio a tierras griegas. Europa nació al acoger las letras, los libros, la memoria. Su existencia está en deuda con la sabiduría oriental. De hecho, hubo un tiempo en el que, oficialmente, los bárbaros éramos nosotros.



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