sábado, 3 de julio de 2021

ALEJANDRO DUMAS Y LA LARGA SOMBRA DE AUGUSTE MAQUET, Santiago Posteguillo

Auguste Maquet llegó a la casa de Dumas un plomizo día de lluvia de 1844. Nada más entrar en la casa del más afamado escritor de Francia, Maquet frunció el ceño: todo era lujo sin control, prueba de un gasto desmedido en telas, cortinajes, alfombras..., y se oían las risas de varias mujeres. Dumas, como siempre, no reparaba en malgastar el dinero en toda suerte de caprichos y productos suntuosos. El mayordomo que le había abierto la puerta hizo un gesto con el que le invitó a seguirle: del amplio vestíbulo pasaron a un largo pasillo y de ahí a un muy espacioso salón. 

—Le ruego que espere aquí, por favor —dijo el mayordomo al salir y dejarle solo en aquella enorme habitación. 

Auguste Maquet se quedó de pie. Se sentía incómodo en aquella casa y más incómodo con aquella relación secreta que mantenía con el escritor más famoso de Francia. No estaba seguro de que debiera seguir con todo aquello. Él quería empezar su propia carrera como escritor y sentía que con lo que estaba haciendo nunca llegaría a ningún lado. 

Alejandro Dumas apareció pronto. 

—¿Lo tienes? —preguntó el escritor francés sin tomarse siquiera un segundo para saludar. 

Maquet no dijo nada, acostumbrado como estaba a aquella forma de conducirse de Dumas, que no parecía reparar nunca ni en las formas ni en los preámbulos de la etiqueta social. El recién llegado extrajo de debajo de su gabán mojado por la lluvia un grueso manuscrito. 

—¿Y bien? —continuó preguntando Dumas mientras cogía el texto y empezaba a hojearlo—. Veamos qué me traes hoy. Espero que sea mejor que el material del mes pasado. Apenas podía hacerse nada con aquello. 

—Esto gustará —dijo Maquet conteniéndose. 

—Los tres mosqueteros —leyó Dumas en voz alta a la vez que se sentaba en un confortable sillón junto a una enorme chimenea encendida que proyectaba sombras en aquella gran estancia. Las risas de las mujeres aún se oían: descendían por las paredes de la casa como una lluvia de frivolidad que asfixiaba a Maquet. 

» Esta noche doy una fiesta. Podrías quedarte y hablamos de esto. Tengo un invitado de España. José es dramaturgo. Alguien interesante —dijo Dumas mirando a su interlocutor, pero Maquet negaba con la cabeza al tiempo que para sí mismo se preguntaba: « ¿Y cuándo no da una fiesta Alejandro Dumas?» 

—No, léelo tú y ya hablamos dentro de unos días —respondió Auguste Maquet, quien no quiso decir más ni escuchar más, sino que dio media vuelta y, sin esperar respuesta a su comentario, abrió la puerta, salió del salón, cruzó a paso rápido el pasillo, llegó de regreso a la entrada de la casa, abrió él mismo la puerta de salida sin esperar al mayordomo y echó a andar. 

Hubo un instante de duda. Maquet se volvió hacia la casa y vio la silueta de 

Alejandro Dumas recortada en uno de los grandes ventanales de la casa que acababa de abandonar, pero se reafirmó en su decisión y reemprendió la marcha hasta que su figura encogida se fundió con la fina lluvia que descargaba sobre la hierba que rodeaba aquella mansión. 

Dumas, desde la ventana del gran salón, al abrigo del agradable calor que desprendía la gigantesca chimenea, le vio andar hasta perderse en la tormenta. Alejandro Dumas volvió entonces, caminando lentamente, hacia el calor del fuego. Sabía que Maquet estaba molesto con el asunto de que su nombre no figurara en ninguna de las novelas en las que colaboraba con él, pero los editores insistían en que era el nombre de Dumas, su nombre, el que realmente atraía a los lectores. Alejandro Dumas, una vez situado de nuevo junto a la chimenea, se sentó en una cómoda butaca y tomó el manuscrito que le había traído Maquet. 

—Los tres mosqueteros —leyó en voz alta, pronunciando por segunda vez aquella jornada aquel curioso título. 

Le llevó un rato empezar a familiarizarse con el relato, pero pronto comprendió que, tal y como había dicho Maquet, podía gustar al gran público. Era el esbozo de una buena historia, pero, como siempre, le faltaba acción y más alma a los personajes, aunque el argumento era bueno, eso tenía que admitirlo... Dumas cogió entonces una pluma de un tintero que tenía en una mesilla junto a la chimenea y se puso a hacer correcciones allí mismo. En ese momento se abrió la puerta del salón y entró el mayordomo. 

—Ejem, señor, disculpe la molestia, pero las señoritas preguntan..., y su invitado español, monsieur Zorrilla, querría saber si el señor va a subir de nuevo —dijo el sirviente con la máxima solemnidad que pudo. 

Dumas no levantó la mirada de las páginas que estaba corrigiendo. 

—No. Estoy ocupado y lo estaré por un buen rato, pero seguro que monsieur Zorrilla estará bien acompañado y no me echará de menos —respondió el escritor; el mayordomo se inclinó y cerró la puerta despacio. 

Dumas continuó concentrado, corrigiendo, anotando, pensando. La novela saldría publicada sólo con su nombre, Alejandro Dumas, igual que otras de su larguísima lista de famosas obras como El conde de Montecristo, El vizconde de Bragelonne, Veinte años después o La reina Margot. Todas ellas clásicos de la literatura francesa y algunas auténticas obras maestras de la novela de aventuras en francés o en cualquier otra lengua; pero lo que no suele saberse tanto es que en todas y cada una de ellas participó un siempre olvidado Auguste Maquet. 

Alejandro Dumas, escritor genial por otro lado, recurrió a colaboradores para muchas de sus obras. Éste era un hecho que él mismo reconocía abiertamente, en particular la ayuda de Maquet para algunas de sus más famosas novelas, como las mencionadas anteriormente. Las editoriales presionaban a Dumas día tras día reclamándole nuevas historias, nuevos relatos con los que seguir atrayendo a más y más lectores; y Dumas, ambicioso y alguien que disfrutaba 

del lujo, las mujeres y los viajes, sucumbió a la tentación. Así, con el correr de los años, la catalogación de las obras atribuidas a Dumas es confusa y, siempre, abrumadora: un día, movido por la simple curiosidad, me puse a contar el número de novelas firmadas por Alejandro Dumas y, considerando las de viajes, las novelas históricas, las biográficas y las de terror, me salieron ciento ocho, pero está claro que muchas se me escapaban. Hay catálogos que cifran entre unas doscientas y trescientas las obras de Dumas. Corre por ahí incluso una anécdota que, sea o no cierta, es ilustrativa de la forma en que Dumas trabajaba: un día Alejandro Dumas se encontró por la calle con su hijo y le preguntó: 

—¿Has leído mi última novela?

—Sí, la he leído, ¿y tú? —respondió su hijo.

No sé si será verídica la cita, pero resume bien la situación.

La estrategia de usar « negros» (es decir, recurrir a otros escritores que 

escriban parte o la totalidad de libros que luego firma otro autor) siempre ha existido en la literatura. Para no levantar suspicacias nacionales, pondré ejemplos anglosajones: en 1622 se publicó una versión de Medida por medida de Thomas Middleton, pero con la firma de Shakespeare para atraer a más público; en 1832 se publicó Count Robert of Paris con la firma de sir Walter Scott, pero realmente la escribió su yerno (ya hemos comentado aquí la popularidad del nombre de Scott); pero hay más: El ángel que nos mira, atribuida a Thomas Wolfe, fue « retocada» por Maxwell Perkins a petición de la editorial; y cuando la popular novelista V. C. Andrews falleció en 1986, la familia contrató a un « negro» ( ghost writer, es decir, « escritor fantasma» , lo llaman en inglés, por aquello de ser políticamente correctos y no implicar a otra raza en este asunto) para que siguiera escribiendo más novelas: Andrew Neiderman, el elegido para proseguir con la saga que inició V. C. Andrews, terminó primero dos novelas inacabadas de la autora y luego, como había cogido carrerilla, se inventó ocho más. Pero créanme que el que se sale aquí es Ronald Reagan, quien a una pregunta relacionada con su supuesta autobiografía respondió con aplomo: 

—Dicen que es un libro increíble. Un día de éstos lo leeré.

Hay que reconocerle la sinceridad al ex presidente norteamericano. Volviendo a Dumas y Maquet, cabe decir que Arturo Pérez-Reverte recoge 

en la fascinante trama de El club Dumas la relación entre estos dos escritores. Pero, al final de todo esto, ¿qué debemos pensar entonces de Dumas? Mi conclusión es que Dumas tenía un toque genial, un saber hacer, un saber transformar en aventura y ritmo trepidante relatos que otros no llegaban a presentar de la forma más impactante y emotiva posible. Dumas, por su parte, fue, cuando menos, parcialmente «honesto» al reconocer que tenía colaboradores; sin embargo, creo que habría sido más justo que en sus novelas, especialmente en aquellas en las que colaboró tan estrechamente con Maquet, los editores hubieran puesto como autores a Alejandro Dumas y a Auguste Maquet. 

Es cierto que cuando Maquet se separó de Dumas e intentó una carrera en solitario sus novelas no llegaron muy lejos, pero también es cierto que la mejor época de Dumas se corresponde con aquellos años en los que colaboraba con Maquet, así que algo especial tendría también Maquet, o la chispa que atraía a tantos surgía quizá precisamente de esa colaboración Dumas-Maquet. En cualquier caso, si leen o releen Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo, disfrútenlos y, ya puestos, no se olviden del bueno de Auguste Maquet, que algo tuvo que ver en todo el asunto. Lo que nunca sabremos es cuánto. 


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