sábado, 3 de julio de 2021

EL AVE MARÍA DE SCHUBERT Y LA NOVELA HISTÓRICA, Santiago Posteguillo




El niño se quedó cojo. La polio le había dejado aquella secuela. Y aun así estaban contentos porque había sobrevivido a una enfermedad que con frecuencia era mortal; pero, pese a ello, ser cojo a finales del siglo XVIII no era pasaporte hacia el éxito en ningún ámbito profesional. Por eso sus padres lo intentaron todo. Primero le enviaron de Edimburgo al norte, al campo en Sandyknowe. Tenían la esperanza de que el aire más puro de las montañas, alejado de las grandes factorías de la ciudad, le ayudara. Sin embargo, el niño no mejoró. Lo único bueno de todo aquello fue que conoció a su tía Jenny, una mujer dotada para la narración oral que empezó a contarle centenares de historias de la Escocia medieval; y, ésta es la clave, aquellos relatos se quedaron en la cabeza de aquel niño para siempre. Sus padres, no obstante, que seguían preocupados por la falta de mejoría en la salud del joven muchacho, no se daban por vencidos. Le enviaron entonces al sur, a Bath, con la esperanza de que allí, con los tratamientos de aguas de la ciudad, quizá su salud se fortaleciera y la cojera, por fin, empezara a remitir. Lo esencial, de nuevo, fue que la tía Jenny volvió a hacer de enfermera y, una vez más, de eterna narradora de historias. Además, en este nuevo viaje, le hizo un regalo muy especial: le enseñó a leer. La cojera, sin embargo, nunca desapareció. 
El niño se hizo grande y empezó a estudiar Derecho en la Universidad de Edimburgo, y luego, al poco tiempo de terminar su licenciatura, entró como aprendiz en el despacho de abogados de su padre. La cojera nunca le supuso cortapisas más allá de las que todos habían querido ver en aquel defecto. Aunque no todo era fácil. Un primer romance no fructificó y la mujer de sus sueños se casó con otro hombre. Pero nuestro joven protagonista no se hundió. Tenía determinación y un ansia enorme por mejorar. Empujado por esa decisión que le caracterizó siempre, aprendió a montar a caballo. Aquello le permitió moverse y viajar de una forma que nunca antes había podido disfrutar con su torpe modo de caminar. Además, aquel muchacho ya hombre manejaba bien las palabras y supo con ellas y con su arrojo persuadir a una hermosa joven de origen francés, Charlotte Genevieve Charpentier, para que se casara con él. Con ella tendría cinco hijos. Comprendió entonces que su camino estaba en las palabras: primero fueron poemas, luego relatos y por fin novelas. Su nombre pronto se hizo conocido por el mundillo literario del Edimburgo de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Sus colecciones de poemas, en particular La dama del lago, le granjearon fama nacional e internacional, hasta el punto de que el famoso Ave María de Schubert no lo compuso Schubert originariamente para poner música a la oración dedicada a la Virgen María, sino que el compositor hizo esa genial pieza para poner música a un poema de este escritor cojo. Posteriormente, como el poema de La dama del lago al que Schubert había puesto música empezaba con las palabras « Ave María» , el compositor pensó en adaptar la obra musical a la oración a la Virgen. 
Pero divago; volvamos a nuestro protagonista: con el correr de los años se le nombró Poeta Laureado, un reconocimiento sólo propio de los grandes maestros, pero él lo rechazó. Nunca quedó muy claro el motivo. O bien no se consideraba merecedor de éste o bien no quería las ataduras que su aceptación implicaba, pues, a cambio del título y la remuneración que conllevaba, el poseedor de semejante mención también contraía una serie de obligaciones literarias que podían coartar sus escritos futuros. Y es que, pensaran lo que pensasen de él y sus poemas, no parecía estar satisfecho aún consigo mismo; al menos, desde el punto de vista de la literatura. Había algo que le reconcomía por dentro. Y es que, allí donde otros veían el cénit de una gran carrera literaria, él aún no la daba por empezada. Pero ¿por qué? ¿Qué reconcomía las entrañas de nuestro escritor? Algo a lo que, por fin, decidió enfrentarse. 
Así, después de tantos años, empezó a dar forma narrativa a las viejas historias de su tía Jenny, a aquellas antiguas leyendas de la legendaria Escocia medieval que todo el mundo menos él parecía haber olvidado. Eso era lo que bullía en su mente, lo que no le dejaba dormir por las noches y lo que, por otro lado, se le aparecía como un magnífico desafío. Y se dedicó a la tarea con ahínco, sin descanso, con energía y las destrezas adquiridas en la poesía, pero puestas ahora al servicio de crear una novela. Y la terminó y consiguió que se publicara, pero tuvo miedo y recurrió a un seudónimo para evitar identificarse como su autor. Y es que, a principios del siglo XIX, escribir novelas no era precisamente la actividad literaria mejor considerada, más bien al contrario. Sí, temía que aquella novela que recreaba el pasado pudiera dañar su reputación como gran poeta. Pero la novela gustó y los editores pidieron más; y él, siempre con seudónimo, entregó, una tras otra, cinco novelas más. Todas fueron recompensadas con un grandísimo éxito popular, pero él seguía sin identificarse. Se trataba de novelas históricas sobre aquella antigua Escocia que le contaba en su niñez la tía Jenny. El público disfrutaba tanto con estas obras que empezaron a llamarle el Mago del Norte, pues se intuía que el escritor debía de ser de Escocia o de algún otro lugar del norte de las islas Británicas. Pero llegó un día en que hasta el mismísimo rey Jorge III de Inglaterra confesó que le gustaban aquellas novelas medievales e incluso manifestó que quería conocer a ese enigmático escritor. Y él, el escritor en cuestión, al fin, reconoció que era el autor de aquellas novelas. Fue un impacto tremendo en todo el Reino Unido, donde su popularidad ya era incontenible. Ya había habido rumores, pero muchos se negaban a creerlo, pues a aquel gran poeta se le consideraba un escritor serio. 
Y fue entonces, cuando todos sabían ya quién era, cuando publicó su obra maestra, Ivanhoe, para muchos la primera gran novela histórica de la historia de la literatura moderna, una vez más centrada en aquella Escocia de las historias de su vieja tía Jenny. El éxito fue arrollador. Sir Walter Scott, que así se llamaba aquel niño cojo que nunca dejó de serlo, pasó a ser leído por toda Europa y Estados Unidos. Todo iba a la perfección, incluido su negocio de impresión de libros, hasta que llegó una brutal crisis económica y financiera (imagino que esto de una crisis brutal, lamentablemente, les suena). Aquella crisis de principios del siglo XIX se llevó por delante los sueños y las inversiones de centenares de miles, de millones de personas en todo el Reino Unido; y el negocio de Scott, como el de tantos otros, quebró por completo. Sin financiación ni crédito, rodeado por decenas de acreedores, sus propios lectores y hasta el mismísimo rey ofrecieron ayuda económica a sir Walter Scott, pero él, como cuando era niño, no se arredró por las inclemencias de la vida. Y era hombre orgulloso. En lugar de aceptar esas ayudas, reunió a sus acreedores y les propuso crear una fundación a nombre de todos aquellos a quienes debía dinero (la deuda ascendía a más de cien mil libras esterlinas de 1820). La idea era que todo el dinero de las ventas de sus libros, excepto una mínima cantidad para subsistir él y su familia, revertiría en esa fundación para así, poco a poco, ir satisfaciendo a sus acreedores. Les aseguró a todos ellos, además, que escribiría tantos libros como fuera necesario para pagar todas sus deudas. Nadie le creyó capaz de ello, pero aceptaron. 
Y no, no fue capaz de conseguirlo. Cien mil libras del XIX era una cantidad astronómica. No, sir Walter Scott no consiguió pagar su deuda. Esto es, en vida. Pero la fundación continuó generando ingresos tras su muerte porque sus libros seguían vendiéndose sin parar, y sir Walter Scott podría ver desde su tumba cómo su palabra se cumplió. La fundación devolvió a cada acreedor hasta el último penique. Sin ayuda bancaria, sin créditos, sólo por la fuerza de su pasión por la literatura y por la novela histórica. 
La crítica literaria se empeñó en hundir a Scott como novelista. Aún hoy muchos críticos siguen en ello (sin conseguirlo), pero para todos los que amamos la novela histórica, el Mago del Norte es nuestra estrella y en él nos miramos con humildad deseando simplemente aprender y disfrutar. 


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