Cuando ya arribó a la isla que estaba lejana, entonces salió del mar de color violeta echando a andar sobre la tierra firme hasta que llegó a la vasta cueva en la que habitaba la ninfa de hermosas trenzas. Y la encontró a ella en su interior. En el hogar ardía un gran fuego y el olor del cedro de aromática madera y el de la tuya al quemarse se dejaba sentir desde lejos en la isla. Y dentro ella cantaba con bella voz, mientras manejando el telar con su áurea lanzadera tejía. En derredor de la cueva había crecido un bosque frondoso, que poblaban el aliso, el álamo y el fragante ciprés. Allí anidaban aves de amplias alas: búhos, gavilanes y cornejas marinas de pico alargado, que encuentran su faena en el mar. Allí mismo, en torno a la cóncava gruta, se había extendido una rozagante viña, que estaba colmada de racimos. Cuatro fuentes en hilera manaban con agua clara, cercanas entre sí y orientadas cada una hacia un lado, y a ambos costados florecían los prados herbosos de violetas y apio silvestre. Hasta un inmortal, que por allí llegara, se asombraría contemplando el paisaje y se sentiría regocijado en su corazón.
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