La maga mandó buenos vientos para que la nave avanzara con rapidez. Ulises y sus hombres llegaron al atardecer al país de los cimerios, un lugar brumoso y sin sol. Desembarcaron con los animales y se encaminaron hacia el lugar señalado por la Circe para sacrificar a las reses e invocar a las almas.
Muy pronto se escuchó un sonido terrorífico, pavoroso. Eran los muertos, que venían atraídos por la sangre de los animales.
–¡Desollad las reses y quemadlas para ofrecerlas a los dioses del infierno! –ordenó Ulises a los hombres–. Mientras tanto yo intentaré contener a las almas.
Empuñó el cuchillo con furia. Entonces uno de los muertos se destacó del resto y se acercó a Ulises. Era Anticlea, su madre. Ulises se entristeció mucho de verla allí, pues la creía aún viva. Le afligía también su actitud, pues Anticlea ni miraba ni hablaba a su hijo.
Nuestro héroe comenzó a sollozar. Aunque quería mucho a su madre, no podía dejar aún que su alma se acercara a la sangre de las reses degolladas, que reservaba para el adivino Tiresias. Como había predicho Circe, solo él podría decirles el modo de llegar a Ítaca.
Por fin el difunto Tiresias se acercó. Portaba en la mano un cetro de oro.
–¿Cómo es que has venido aquí Ulises, hasta el reino de los muertos? –le preguntó–. No es un lugar agradable.
Ulises envainó su espada y le dejó acercarse a beber la sangre de las reses muertas sin contestar aún. Al fin y al cabo, Tiresias debía de saberlo, pues era un adivino.
–Ah, ya sé. –Tiresias parecía complacido–. Vienes a pedir consejo para regresar a tu hogar. Si es eso lo que deseas, habrás de refrenar tu ardor y el de tus hombres. Pronto llegarás a Trinacria. Allí pastan las vacas del Sol, que todo lo ve y todo lo oye. Si las respetas, llegarás a tu casa sano y salvo, pero si las dañas será la ruina para ti, tu barco y tu gente. Aunque te salves de las garras de la muerte, regresarás a destiempo a tu patria y cuando lo hagas verás tu hacienda mermada por hombres que se alimentan de tus bienes y pretenden a tu esposa.
Luego Tiresias le dio a Ulises varios consejos para vencer a esos hombres y poder recuperar la paz del reino. El itaquense los grabó en su memoria.
–Tiresias, ¿por qué mi madre ni me habla ni me mira? –preguntó Ulises antes de dejarlo marchar.
–Déjala beber la sangre de las reses y te hablará.
Así hizo Ulises. Entonces su madre le habló y le contó que Telémaco, el hijo que dejó para marchar a la guerra, ya era un hombre, muy apuesto y sensato. Que Penélope, su esposa, le recordaba cada día y que Laertes, su padre, vivía en la pobreza y añoraba su regreso.
Luego su madre se despidió de él.
–No te demores aquí. Vuelve a la luz cuanto antes.
A pesar de todo, aún permaneció Ulises un poco más en el Hades. Así pudo ver las almas de varias mujeres y hombres notables, entre ellos Aquiles el Pélida, que, al igual que Tiresias, le preguntó que hacía por allí.
–Vine a hablar con Tiresias, el adivino, por ver si nos decía cómo podíamos regresar a Ítaca, pues la ira de Poseidón y otras circunstancias desfavorables nos han impedido el regreso. Tú, en cambio, Aquiles fuiste feliz entre todos y aún lo eres. Se te honra como a un dios y también ahora reinas sobre los muertos. Por eso, no debes dolerte de la existencia perdida.
–Más querría ser siervo en el campo de cualquier labrador pobre que reinar entre los muertos. Pero qué le vamos a hacer – contestó el que fue sin duda el mejor de los griegos.
Ulises asintió comprensivo.
–¿Qué sabes de Peleo, mi padre? –preguntó Aquiles–. ¿Los mirmidones le siguen honrando o se ve despreciado por ser viejo?
Ulises le dijo todo lo que sabía. Que no tenía conocimiento de cómo pasaba Peleo sus últimos años, pero que podía sentirse orgulloso de su hijo, Neoptólemo, que se destacó en la guerra de Troya y mató a muchos hombres. Neoptólemo había sido uno de los guerreros que entró en Troya escondido en el vientre del caballo y fue capaz de aguardar con valor su suerte, sin derramar una sola lágrima. Luego de arrasar Troya, regresó a su casa con su parte del botín y de gloria, sin sufrir daño alguno.
El alma del rápido y valeroso Aquiles quedó satisfecha con la respuesta de Ulises y se marchó.
El itaquense debería haberse marchado también pero esperó un poco más, pues deseaba conversar con otros muertos ilustres. Al poco comenzaron a llegar legiones de muertos. El miedo se apoderó de él, de modo que, siguiendo el consejo de su madre, salió de allí con rapidez. Luego ordenó a sus compañeros embarcar y soltar amarras.
Los hombres de Ulises remaron a toda prisa, espantados por lo sucedido, hasta que el viento favorable comenzó a soplar y desplegaron las velas.
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