viernes, 15 de octubre de 2021

LA ODISEA: LA ISLA DE CIRCE



La siguiente aventura de Ulises tuvo lugar en la isla de Eea. 

La isla tenía un puerto espacioso. Cansado de navegar y afligido por lo sucedido en Lestrigonia, Ulises atracó allí su nave y bajó a tierra. Los hombres descansaron dos días en la playa. Al amanecer del tercero, Ulises decidió averiguar si en aquella isla habitaban seres civilizados. Ordenó a sus compañeros las tareas que debían hacer. Luego cogió su lanza y su espada y subió a un lugar alto desde donde podría divisar campos labrados o escuchar voces humanas. 

Ulises descubrió una columna de humo que se elevaba entre las encinas. Durante un rato pensó si debía explorar el lugar por sí mismo. Finalmente decidió que debía regresar junto a sus hombres y, después de comer, enviarles para que fueran allí. 

Cuando ya estaba cerca del barco, vio frente a él un enorme ciervo de hermosos cuernos. Había bajado del bosque buscando agua para calmar su sed, pues el sol apretaba. Al verlo, Ulises disparó y le clavó su lanza entre el espinazo. Cayó el animal y, por el gran tamaño de su cuerpo, produjo un gran estruendo que hizo estremecer la tierra. El itaquense se acercó a él lleno de júbilo y apoyó el pie encima para poder extraer la lanza que había atravesado el costado. 

Luego recogió ramas y mimbres para trenzar una cuerda, ató con ella sus patas y, aunque pesaba mucho, cargó el animal a su espalda y lo llevó a la nave. 

–Amigos –dijo lanzando el ciervo a los pies de los hombres –. Aún no ha llegado la hora de viajar al oscuro Hades. Apartad los mantos de vuestras cabezas y saciad el hambre y la sed. 

Todos admiraron el ciervo, pues era un magnífico ejemplar. Después se lavaron las manos y comenzaron a preparar el banquete. Comieron carne y bebieron dulce vino hasta que las sombras cubrieron la playa. Entonces se quedaron dormidos, mientras oían el romper de las olas. 

Al amanecer, Ulises convocó a los hombres. 

–Compañeros –les dijo–, estamos perdidos en esta isla. Aquí no distinguimos el norte del sur. No he conseguido descubrir la manera de escapar, pero desde la atalaya he visto que es una isla de pequeño tamaño y poco escarpada. He contemplado, además, una columna de negro humo alzarse entre el encinar. 

Inmediatamente cundió el pánico en el campamento y el terror se dibujó en el rostro de los hombres. Lloraban y gemían, pues recordaban a los brutales lestrigones y al fiero cíclope, pero de nada les sirvió su llanto. Ulises decidió dividir a los compañeros en dos grupos. Al mando de uno puso al fiel Euríloco y él mismo se puse al frente del otro. Echaron en un casco de bronce la suerte de ambos y le correspondió a Euríloco partir a investigar acompañado de veintidós hombres. 

Siguiendo las indicaciones de Ulises, encontraron pronto las casas de piedra de donde partía el humo. En los alrededores deambulaban todo tipo de animales, especialmente leones y lobos. Palidecieron los hombres al verlos, pero en vez de atacar, los animales se acercaban a ellos moviendo la cola en actitud festiva, como perros que esperan su recompensa. Asustados aún ante la visión de las fieras, los hombres se refugiaron en el umbral de la casa. Desde allí, podía escucharse la dulce voz de una mujer que cantaba hermosas canciones mientras tejía. No era otra que la maga Circe. 

Entonces, tomó la palabra Polites, el capitán más fiel. 

–Amigos, ahí dentro hay alguien que canta con voz melodiosa y teje. Sea diosa o mujer, llamémosla. 

Los otros llamaron gritando. La diosa les escuchó y abrió las puertas. Al punto entraron todos sin pensar en lo que hacían. Solo el sensato Euríloco sospechó que podía tratarse de un engaño y decidió quedarse fuera. 

Circe ofreció a los hombres que entraron en su casa queso, miel y otros manjares y vino. Luego les dio un dulce licor que bebieron de un sorbo. Los hombres lo tomaron confiados pero, al instante, ella los golpeó con una vara. Justo después comenzaron a 

salirles pelos, cabeza y voz de cerdo y, poco a poco, su cuerpo también se fue transformando, aunque mantenían sus mentes humanas. Mientras lloraban, Circe los iba alimentando de bellotas y bayas. 

El fiel Euríloco regresó junto a la negra nave para contar la desventura, pero el llanto y los suspiros le impedían hablar. Cuando se hubo calmado, empezó su relato. Al saber lo sucedido, Ulises se echó al hombro el arco, cogió la espada y ordenó a Euríloco que le guiara hasta allí, pero él suplicó a Ulises que no le obligara a volver a ese lugar. 

–Volvamos, astuto Ulises, a nuestra nave y huyamos con los hombres que nos quedan, pues temo que si vas no has de regresar tú ni tampoco ellos. Circe es una hechicera de gran poder, no podrás derrotarla. 

–Quédate y come y bebe junto a la nave –le respondió Ulises–. Pero yo iré a rescatar a nuestros compañeros. 

Sin esperar más empezó la marcha desde la nave. Cuando ya se había adentrado en el valle y se acercaba a la morada de la maga, apareció ante él el dios Hermes. 

–¿Cómo te adentras tú solo en tierras desconocidas a través de estos campos? Tus compañeros están encerrados en las pocilgas convertidos en cerdos por la mano de Circe ¿Vas a sacarlos? Ni tú ni ellos volveréis. Te contaré cómo actúa ella. Primero colocará un brebaje en tu comida para que sigas el mismo camino que tus hombres, pero en ti no hará efecto, pues te daré una raíz negra para que te ayude. Cuando esto ocurra, cogerás tu cuchillo, saltarás sobre ella y la amenazarás de muerte. Ella se asustará y te pedirá que la acompañes al lecho. Acepta, porque, si no lo haces, jamás recuperarás a tus hombres. Que te jure también que no intentará hacerte ningún daño ni aplicar contigo treta alguna. 

Dicho esto arrancó el juvenil Hermes el moly, una planta de raíz negra y flor blanca que posee poderes mágicos. Ulises la comió y continuó su camino hacia el palacio de Circe. 

Cuando llegó a las puertas, llamó a la diosa que le invitó a entrar a su morada. 

–Puedes sentarte ahí –Circe le mostró un sillón adornado con clavos de plata. 

Luego le ofreció una copa de oro, donde había mezclado con vino el brebaje para hechizarlo. Ulises bebió. Complacida, la maga tomó su vara y golpeó a Ulises. 

–Ahora ve a la pocilga a reunirte con tus compañeros. 

Nada sucedió, porque el moly lo había protegido de su cruel hechizo. Ulises recordó las palabras de Hermes. Por eso saltó con rapidez sobre la maga y apoyó el cuchillo en su garganta. 

–¿Quién eres, forastero? ¿De qué tierra vienes? ¿Quiénes son tus padres? ¿Por qué el brebaje no te ha hechizado? – preguntaba Circe, asustada –. ¿Eres acaso el astuto Ulises, el que Hermes predijo que vendría? Si es así, acompáñame a mi lecho, descansemos juntos y confiemos el uno en el otro. 

Ulises apretó aún más el cuchillo. 

–¿Cómo voy a fiarme de ti, Circe, cuando has convertido a mis hombres en rollizos cerdos? ¿Pretendes someterme a nuevos engaños una vez que esté en tu lecho sin fuerza y a tu merced? Júrame antes, diosa, y dame tu palabra de que no he de sufrir nuevos males. Júrame también que me has de ayudar a regresar a mi amada patria junto con mis hombres. 

Circe juró lo que le había pedido. 

Más tarde, ya lavado y perfumado, Ulises se sentó ante la mesa repleta de comida. Las criadas le sirvieron agua y vino, pero él absorto en sus pensamientos y temiendo nuevos males, no probaba bocado. 

–¿Por qué no comes, Ulises? – Circe le hablaba con dulzura–. ¿Acaso aún desconfías de mí y temes que te engañe de nuevo? ¿Olvidas que he hecho un juramento? 

Ulises miró a la maga. 

– No comeré hasta que no liberes a mis compañeros. 

Enseguida atravesó Circe el amplio salón con su vara y volvió con los cerdos. Fue golpeándolos uno a uno y los convirtió de nuevo en hombres. 

Circe estudió su rostro. 

–Astuto Ulises, hijo de Laertes, ve ahora a la orilla del mar, arrastra tu nave hasta la playa y trae al resto de tus compañeros. Aquí serán agasajados como se merecen. 

Así lo hizo. 

Durante un año, Ulises y sus hombres permanecieron allí comiendo carne magra y bebiendo dulce vino. Ulises se comportaba como si fuera el esposo de Circe. Cuando llegó el verano, los hombres llamaron aparte a su señor. 

–Es ya la hora de volver a nuestra patria, pues aquí nos hemos demorado mucho tiempo y es la voluntad de los dioses que regresemos al país de nuestros padres. 

Esas palabras conmovieron a Ulises y, al llegar la noche, ya en el lecho de Circe, le suplicó que cumpliera su promesa y le ayudara a volver a Ítaca. 

–Cumpliré mi promesa, Ulises –contestó la hechicera–, pues no deseo que nadie permanezca en mi casa contra su voluntad. Antes, sin embargo, habrás de pasar por el palacio de Hades y Perséfone. Allí preguntarás al alma del adivino ciego, Tiresias, el camino a casa. Él es, entre todos los muertos, el único al que Perséfone le ha concedido razón y sensatez. Los demás son simplemente sombras que pasan. 

Ulises respondió que así lo haría. Circe les dio provisiones y reses para ofrecer en sacrificio y, empujados por el cierzo, se encaminaron en su nave a su nuevo y tenebroso destino. 


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