Ulises y sus hombres estuvieron navegando durante seis días y al séptimo divisaron el alto castillo de Telépilo de Lamos, la ilustre ciudad de la Lestrigonia.
Llegaron a un magnífico puerto, que estaba rodeado por escarpadas rocas. Dos promontorios, uno frente a otro, formaban un estrecho paso. Allí dejaron los hombres las naves y las ataron bien juntas entre sí.
Aunque el mar estaba en calma, Ulises amarró su nave fuera del puerto, a una roca y después subió a una atalaya para ver mejor todo lo que le rodeaba. No vio ni gentes ni animales, solo humo que salía de la tierra. Entonces envió dos hombres junto con un heraldo para que averiguaran quiénes vivían allí.
Los hombres fueron por un camino llano, por donde pasaban las carretas que transportaban la leña. Poco antes de llegar a la ciudad, se encontraron con una joven que había ido a por agua.
–¿Quién es el rey de estas tierras, muchacha, y quiénes habitan aquí? –preguntaron.
–Mi padre, Antífates, rey de los lestrigones –respondió la joven.
Luego les mostró la magnífica mansión de su padre.
Los enviados de Ulises entraron en el palacio y encontraron allí a la esposa del rey, que era tan alta como la cima de una montaña. El miedo se apoderó de ellos. La mujer llamó a su esposo y éste, cuando llegó, agarró a uno de los hombres y se lo comió de almuerzo. Por fortuna los otros dos lograron escapar y corrieron a las naves.
El rey empezó a gritar por toda la ciudad y, al oírlo, de todas partes acudieron innumerables y fieros lestrigones, que no parecían hombres sino gigantes. Desde las escarpadas rocas, lanzaban enormes pedruscos que caían sobre las embarcaciones.
Un horroroso estruendo salía de las naves a causa de los gritos de los que morían y por el estallido de los barcos. Luego, los lestrigones ensartaron a los hombres como si fueran peces y se los llevaron como banquete. Mientras los mataban, Ulises sacó una espada y cortó las amarras de su barco.
–¡Remad, malditos, remad! – Las venas de su cuello estaban dilatadas por los gritos.
Los hombres remaron con todas sus fuerzas para alejarse de ese peligro. Con espanto pudieron comprobar que todas las naves se habían perdido, excepto la de Ulises.
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