viernes, 15 de octubre de 2021

LA ODISEA: LA ISLA DE EOLO


Espantados por la crueldad de Polifemo, los hombres de Ulises remaron con fuerza y sin descanso para alejarse de aquellas tierras malditas. 

Días después apareció ante sus ojos una hermosa isla que movían las olas. Se trataba de Eolia, una isla flotante que cambia de lugar y que nadie puede localizar. Allí vivía el astuto Eolo, señor de los vientos con su esposa y sus seis hijas y otros tantos hijos, rodeado de riquezas y manjares. 

Ulises y sus hombres se hospedaron en el palacio de Eolo durante un mes. Agradecido, Ulises le contó cuanto quiso saber sobre la aventura en Troya, sobre las naves de los griegos y sobre su accidentado regreso. Luego le pidió que le ayudara a volver a su casa. Eolo se mostró dispuesto a ayudarle. 

Con la piel de un gran buey fabricó un odre, encerró en su interior los vientos feroces y lo ató con un hilo de plata para que ninguno pudiera escapar. Solo dejó libre al Céfiro, el viento favorable. Ulises, esperanzado, se hizo a la mar rumbo a Ítaca. Esta vez lograría llegar, no tenía ninguna duda. 

Los barcos navegaron sin descanso durante nueve días. Al décimo día ya pudo distinguirse la costa de Ítaca, sus bosques, el humo de sus chimeneas. El corazón de Ulises se llenó de emoción. Llegaba por fin el regreso y el descanso. Ulises miró a sus hombres. Parecían algo inquietos, pero supuso que era por causa de la emoción del regreso. Agotado y vencido por el cansancio, se quedó dormido. Fue una imprudencia.

 Si los hombres estaban inquietos no era por la ilusión de ver por fin a sus hijos, esposas, padres, madres y haciendas sino por la curiosidad que les suscitaba el odre que Eolo había entregado a Ulises. 

–Seguro que ese odre, que nuestro señor guarda con tanto celo está lleno de oro, plata y múltiples riquezas, pues Eolo es un rey poderoso –observó uno de los hombres–. Vamos, abrámoslo enseguida no sea que, después de luchar en Troya y sufrir tantas desgracias, nos quedemos sin nada. Debemos apresurarnos. 

Los demás asintieron y, aprovechando el sueño de Ulises, desataron el odre. Los vientos, liberados al fin, rugieron con furia. Las naves quedaron a su merced. Eran arrastradas sin piedad y estaban fuera de control. La noble madera crujía y saltaban astillas que los vientos de inmediato esparcían por el océano. El timón giraba sin rumbo, sin nadie que lo pudiera gobernar. Corrían los hombres por la nave gimiendo y maldiciendo su mala decisión, pero ya era demasiado tarde. Ítaca se perdió en la lejanía. Desaparecieron montañas y bosques y también el humo amable del hogar. 

Apenado y abatido, Ulises se envolvió en su manto. Los vientos llevaron de nuevo las naves a la isla de Eolo. Allí, los hombres desembarcaron entre sollozos. Después de comer y beber, Ulises escogió a uno de los mejores y más fieles marineros y a un heraldo, y se encaminó de nuevo al palacio. En esos momentos Eolo disfrutaba de un apetitoso banquete junto a su esposa y sus numerosos hijos. Al ver a Ulises se dirigió a él con asombro. 

–¿Por qué has vuelto, Ulises? –le increpó–. ¿Acaso te ha atacado un dios? Te dimos todo lo necesario para volver a tu patria y a tu hogar ¿Qué ha ocurrido? 

–Me traicionaron mis hombres y el profundo sueño –explicó–. Dejaron escapar los feroces vientos. Ahora te pido auxilio de nuevo, pues solo de tu mano podemos alcanzar el remedio a nuestra desventura. 

–Vete enseguida de mi isla, infeliz – respondió Eolo enfurecido–. Ahora comprendo que nunca debí ayudar a un hombre al que aborrecen los dioses. Sal y aléjate, pues en verdad eres un hombre maldito.

 Ulises salió de la casa de Eolo muy abatido. Ordenó embarcar a los hombres y echar las naves al mar, pero ya navegaban sin ánimo, porque por su ambición y su locura habían perdido el rumbo y el favor de los vientos. 


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