lunes, 18 de octubre de 2021

LA ODISEA: LA ISLA DE LOS CÍCLOPES



 Desde allí proseguimos navegando con el corazón acongojado y llegamos a la tierra de los cíclopes de un solo ojo, los soberbios, los sin ley; los que, confiados en los inmortales, no plantan con sus manos frutos ni labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo, cebada y viñas de grandes racimos que producen rojo vino. La lluvia de Zeus se los hace crecer. Habitan las cumbres de elevadas montañas, en profundas cuevas. No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni tienen leyes. Cada cual impera sobre sus hijos y mujeres, y no se preocupan unos de otros. 

Más allá del puerto se extiende una isla llena de bosques, no muy cerca ni a gran distancia de la tierra de los cíclopes. En ella se crían innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí los cazadores que se fatigan recorriendo los bosques de las crestas de los montes. Esta isla alimenta las baladoras cabras aunque no posee ganados ni cultivos, así que, no arada ni sembrada, carece de labriegos todo el año. Los cíclopes no poseen naves de rojas proas ni disponen de artesanos que se las construyan, las cuales tendrían como destino cada una de las ciudades de los mortales, a las que suelen llegar los hombres atravesando el mar con sus embarcaciones, unos en busca de otros. Estos hubieran podido hacer que fuese más poblada aquella isla, que no es mala, y daría a su tiempo frutos de toda especie porque tiene, junto al canoso mar, prados húmedos y blandos y allí las viñas producirían constantemente. La parte inferior es llana, apta para labrar y podrían segarse, en la estación oportuna, mieses altísimas por ser el suelo muy fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni de atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en que el ánimo de los marineros les impulse a partir y soplen los vientos. En la parte alta del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente que surge de la profundidad de una cueva alrededor de la cual crecen álamos. 

Hacia allí navegamos y un dios nos conducía a través de la oscura noche. No teníamos luz para verlo, pues la bruma era espesa en torno a las naves y Selene, la luna, no irradiaba su luz desde el cielo y era retenida por las nubes; así nadie vio la isla con sus ojos ni las enormes olas que rodaban hacia tierra hasta que arrastramos las naves de buenos bancos. Recogimos todas las velas, descendimos sobre la orilla del mar y esperamos a la divina Eos durmiendo allí. 

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, deambulamos de admiración por la isla. Echamos un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el balido de sus ovejas y cabras. Y cuando Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar. 

Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, convoqué asamblea y les dije a todos: 

—Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave y los que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber quiénes son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses. 

Así dije, y me embarqué y ordené a mis compañeros que embarcaran también ellos y soltaran amarras. Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado: ovejas y cabras, y alrededor había una alta cerca construida con piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas de elevada copa Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo, apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que vivía alejado y tenía pensamientos impíos Era un monstruo digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que aparece sola, destacada de las otras. Entonces ordené al resto de mis fieles compañeros que se quedaran allí junto a la nave y que la botaran. 

Yo escogí a mis doce mejores compañeros y me puse en camino. Llegamos enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos estaban llenos de corderos y cabritillas. 

Entonces mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos primero de los quesos y regresáramos y que sacáramos luego de los establos cabritillos y corderos y, conduciéndolos a la rápida nave, diéramos velas sobre el agua salada. Pero yo no les hice caso, aunque hubiese sido más ventajoso, para poder ver al monstruo y por si me daba los dones de hospitalidad. Pero su aparición no iba a ser deseable para mis compañeros. 

Así que, encendiendo una fogata, hicimos un sacrificio, repartimos quesos, los comimos y aguardamos sentados dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el Cíclope una pesada carga de leña seca para su comida y la tiró dentro con gran ruido. Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva, y él a continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los machos, a los carneros y cabrones, los dejó a la puerta, fuera del profundo establo. Después levantó una gran roca y la colocó arriba, tan pesada que no la habrían levantado del suelo ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan enorme piedra colocó sobre la puerta! Se sentó luego a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras. Cuando hubo realizado todo su trabajo prendió fuego, y al vernos nos preguntó: 

—Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto, o sin rumbo como los piratas por la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras tierras? 

Así habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su voz insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le contesté con mi palabra y le dije: 

—Somos aqueos y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados por toda clase de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por otro rumbo, por otros caminos. Hemos dado contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos ofreces hospitalidad y nos das un regalo, como es costumbre entre los huéspedes. 

Así hablé, y él me contestó con corazón cruel: 

—Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me ordenas temer o respetar a los dioses, pues los Cíclopes no se cuidan de Zeus, portador de égida, ni de los dioses felices. Pues somos mucho más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo no me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus. 

Se lanzó y echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y los golpeó contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se esparcieron por el suelo empapando la tierra Cortó en trozos sus miembros, se los preparó como cena y se los comió, corno un león montaraz. 

Cuando el Cíclope había llenado su enorme vientre de carne humana y leche no mezclada, se tumbó dentro de la cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces yo tomé la decisión en mi magnánimo corazón de acercarme a éste, sacar la aguda espada de junto a mi muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma contiene el hígado. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hubiéramos perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos sido capaces de retirar de la elevada entrada la piedra que había colocado Así que llorando esperamos a Eos divina. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se puso a encender fuego y a ordeñar a sus insignes rebaños. Luego que hubo realizado sus trabajos, agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó como desayuno. Y cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva a sus gordos rebaños retirando con facilidad la gran piedra de la entrada Y la volvió a poner corno si colocara la tapa a una aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito sus rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi pecho. 

Y esta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al establo yacía la enorme clava del Cíclope, verde, de olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos de remeros. Me acerqué y corté de ella como una braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la afilaran. Estos la alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el extremo y después la puse al fuego para endurecerla. La coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba extendido en abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se atrevería a levantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo cuando le llegara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo habría deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto. 

Llegó el Cíclope por la tarde e introdujo en la amplia cueva a sus gordos rebaños. Después colocó la gran piedra que hacía de puerta. Y se sentó a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope, sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino: 

—¡Aquí Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que veas qué bebida escondía nuestra nave Te lo he traído como libación, por si te compadecías de mí y me enviabas a casa. 

 Así hablé, y él la tomó. Bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez: 

—Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre. 

—Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros. 

—A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros. Y a los otros antes. Este será tu don de hospitalidad. 

Dijo. Y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbado con su robusto cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana. 

Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un dios les infundía gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo. Lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en tomo, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.

 Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír estos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía: 

—¡Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manen en la noche inmortal y hacemos abandonar el sueño! ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra mi voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?

 Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo: 

—Amigos. Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas. 

—Pues si nadie te ataca y estás solo es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano. 

Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable! 

Odisea, Canto IX, vv. 105-415 (selección), traducción de José Luis Calvo


sábado, 16 de octubre de 2021

LA ODISEA: EL PAÍS DE LOS FEACIOS


 Durante diecisiete días estuvo Ulises en alta mar. Al decimoctavo pudo avistar tierra. Como Poseidón aún estaba furioso con él, le mandó fuertes vientos que encresparon las olas e hicieron zozobrar la balsa. Ulises logró enderezarla. Durante un momento creyó que lograría llegar a tierra. Sus esperanzas se esfumaron de inmediato porque estalló una fuerte tormenta. 

La nereida Ino contemplaba la lucha del marino contra las olas y, compadecida de él, decidió ayudarlo. 

Instantes después Ulises vio que un pájaro surgía del mar y se posaba en la balsa. Era Ino, que se había transformado. 

–Escucha bien, Ulises. –La voz de la nereida era imperiosa–. Despójate de tus andrajos y abandona la balsa. Nada con todas tus fuerzas hasta llegar a la tierra de los feacios. Te salvarás, pues así lo ha determinado la Moira. 

Acto seguido la diosa le entregó un velo. 

–Extiéndelo bajo tu pecho y, cuando toques tierra firme, arrójalo tan lejos como puedas en el mar. Al hacerlo vuélvete hacia el otro lado. 

Dicho esto, la diosa volvió a sumergirse en el agua y las negras olas la cubrieron. 

Cuando unos días después el viento se hizo más débil, Ulises hizo lo que Ino le aconsejó y se lanzó al mar. Durante un buen rato luchó contra el cruel oleaje, mayor a medida que se acercaba a la costa. Finalmente pudo llegar hasta la desembocadura de un río. El dios fluvial le dio paso y Ulises pudo por fin alcanzar la orilla. Luego se escondió entre unos arbustos y se sumió en un sueño profundo. 

Lo despertaron unas voces juveniles. Ulises se incorporó y espió entre los arbustos. Junto al río había varias muchachas que jugaban a pelota. Alertado por aquella agradable presencia, el náufrago cubrió su cuerpo con unas cuantas hojas y salió de su escondite. 

De entre todas las doncellas había una que destacaba por su belleza y su aspecto regio. Ulises se volvió hacia ella y le habló con dulzura. 

– En gran apuro me encuentro, señora. Necesito algunas ropas. Os ruego por ello que me indiquéis dónde queda la ciudad para que me procure el auxilio necesario y pueda volver a mi patria. 

La joven contempló al extranjero. A pesar de su aspecto no le suscitaba temor alguno, al contrario. 

–Soy la princesa Nausícaa, hija del rey Alcínoo. Esta es la tierra de los feacios. Somos, como comprobaréis, un pueblo de navegantes. Os indicaré donde queda la ciudad pero antes os daré, como pedís, ropas limpias. Estáis de suerte, pues justo hoy hemos lavado todas las prendas que hay en palacio. 

Ulises se lavó en el río y se quitó la costra de sal que recubría su cuerpo. Una vez lavado y vestido, se sentó algo apartado, junto a la orilla del mar. Nausícaa lo contempló con detenimiento. Era un hombre apuesto, a pesar de que ya no era del todo joven. 

–Ojalá alguien así fuera llamado mi esposo y quisiera quedarse en esta tierra –suspiró Nausícaa–. Ahora, dad de comer y de beber al extranjero. 

Así hicieron las criadas. Cuando terminó de comer, la princesa llamó a Ulises. 

–Te conduciré a la casa de mi padre, extranjero. Yo iré dirigiendo el camino mientras vayamos por los campos, pero al avistar la ciudad habremos de separarnos. Querría yo evitarte que murmuren al verte en mi compañía, pues bien atrevidos y maliciosos son algunos de los feacios. 

Luego le dio instrucciones precisas de lo que debía hacer cuando llegara a palacio. 

Ulises siguió a la princesa y sus sirvientas, que viajaban en carreta. Pronto llegaron a la ciudad. Ulises atravesó el ágora y aguardó en un hermoso bosque que había junto al camino, tal y como Nausícaa le había indicado. Luego volvió al ágora con intención de preguntar a los hombres que allí había cómo llegar al palacio del rey Alcínoo. Antes de que pudiera hacerlo, se le apareció una muchachita que portaba un cántaro. Era en realidad la diosa Atenea, su protectora. 

–Yo te guiaré –se ofreció la niña–, pero has de saber que por aquí no toleran de buen grado a los extraños. 

Luego envolvió a Ulises en una espesa niebla para que pudiera caminar sin ser visto. 

Al cabo de un rato llegaron al palacio del rey, muy rico y hermoso, tanto que las puertas tenían un llamador de oro. La diosa se detuvo. 

–En este momento los reyes están celebrando un banquete –le advirtió a Ulises–. Primero encontrarás a la reina Arete y luego al rey Alcínoo. Arete es una mujer admirada y poderosa, de modo que, si ella te acoge de manera favorable, podrás ver muy pronto a los tuyos. 

Después de hablar así, Atenea se marchó. 

Ulises atravesó con comodidad las puertas y el patio y también un huerto cercado lleno de árboles frutales y verduras de todo tipo, pues aún estaba envuelto en niebla. 

En la casa, los príncipes y los nobles estaban ya a punto de retirarse. Ulises distinguió a los reyes, ya que ambos estaban sentados en el lugar principal, en lujosas sillas adornadas con clavos de plata. 

Se acercó a ellos y rodeó con sus brazos las rodillas de Arete. En ese momento la niebla que lo protegía se deshizo y los feacios se asombraron al ver surgir como de la nada a aquel extraño que suplicaba a la reina con palabras elocuentes. 

–¡Oh, bondadosa soberana, noble entre las nobles! –decía–. Hace años que peno por volver a mi patria. Si supierais cuánto he pasado...Os ruego que me ayudéis a regresar a mi hogar. ¡Deseo tanto ver a los míos! 

Luego de haber hablado, se echó en el suelo sobre las cenizas de la chimenea en señal de humildad. 

El más anciano de los feacios, el viejo Equineo, sugirió a Alcínoo que tratara al forastero con la dignidad debida y le diera de comer y de beber. Así hizo el noble Alcínoo, que despidió a los invitados con buenas palabras. 

Los invitados se fueron a dormir y en el palacio quedó Ulises a solas con Arete y Alcínoo. La reina se dirigió a él. No le había pasado desapercibido que Ulises vestía ropas que ella misma había tejido con sus sirvientas. 

–Extranjero, ¿quién eres, de qué gentes y de dónde? ¿Quién te dio esas ropas? Porque tú dices que llegaste hasta aquí después de vagar por alta mar... 

– Me las dio vuestra hija, Nausícaa – respondió Ulises. 

A continuación le contó que venía de la isla de Ogigia y que una tormenta había destrozado su balsa. 

–Luego me lancé al agua y pude llegar a la orilla de un río. Allí me dormí, entre los arbustos. Al despertar encontré a vuestra bella hija. La princesa me dio de comer, de beber y estas ropas. Luego me invitó a seguirla en compañía de las sirvientas hasta tu casa, pero no quise hacerlo por preservar su honor. Antes de entrar a la ciudad nos separamos para evitar las habladurías de las gentes. 

Alcínoo asistió satisfecho por la discreción de Ulises y se dirigió a él. 

–Ojalá me concedieran los dioses que quisieras quedarte aquí y llamarte mi yerno, pues yo te daría casa y riquezas. Pero contra tu voluntad no te retendrán los feacios. Estos te llevarán a tu patria y a tu hogar, donde quiera que esté, no sin antes agasajarte como corresponde. Duerme tranquilo esta noche. 

Mientras hablaban Ulises y Alcínoo, Arete dispuso un lecho en el atrio y lo cubrió con gruesas colchas y mantas de lana. Pronto los reyes se retiraron a sus aposentos y dejaron descansar al sufrido Ulises. 

Al amanecer, Alcínoo condujo a su invitado al ágora de la ciudad y aguardaron allí. Pronto acudieron los señores y caudillos de los feacios. Cuando llegaron todos, el rey se puso en pie y les habló. 

–Escuchadme bien. Este hombre llegó anoche a mi palacio. Suplica que le ayudemos a regresar a su patria. Yo digo que echemos al mar una nave nueva y sean escogidos cincuenta y dos de nuestros mejores jóvenes. Mientras preparamos su partida, vayamos a mi mansión y celebremos un banquete. Llamad también al aedo Demódoco para que nos deleite con su canto. 

Pronto el palacio se llenó de hombres, jóvenes y ancianos. Para alimentar a los comensales Alcínoo mandó sacrificar doce ovejas, ocho cerdos y dos bueyes. Demódoco llegó poco después de que empezara la fiesta. Cantaba inspirado por la Musa que, aunque le había privado de la vista, le había dado el don del canto. 

Cuando todos se hubieron saciado, cantó Demódoco la historia de los griegos y la disputa entre el Pelida Aquiles y Ulises en el banquete en honor de los dioses, pues Ulises sostenía que solo con la astucia se ganaría la guerra y no por la fuerza, como defendía Aquiles, y cómo se alegraba Agamenón de que discutieran entre sí los mejores de los aqueos. 

Mientras cantaba el aedo, Ulises se cubría la cabeza con el manto y gemía y lloraba sin cesar. Solo el rey Alcínoo se dio cuenta de su pena. Por eso, para distraer a Ulises, propuso que se celebraran unos juegos. 

Durante un buen rato se entretuvo el extranjero admirando las habilidades de los feacios en la lucha, en las competiciones en las carreras o con el disco. Cuando quedaron satisfechos, Laodamante, uno de los hijos del rey Alcínoo, invitó al extranjero a participar en los juegos. Ulises se resistió. 

Al ver que se negaba a jugar, un hombre llamado Euríalo se burló de él. 

–Dejadlo. No parece un atleta sino un buscavidas. Ulises se ofendió ante semejantes palabras. 

–Mal hablaste. No siempre todo es lo que parece. 

Tras decir esto, tomó un disco enorme y lo lanzó tan lejos que pasó a todos. 

–¡Ahora a ver si lo alcanzáis, jóvenes! Si alguien quiere pelear conmigo que lo diga ya. 

Alcínoo, comprensivo, aplacó a su invitado y prosiguió el aedo Demódoco cantando nuevas historias. 

Por el valor que el extranjero mostró en los juegos y por haber dado una lección a los provocadores, los nobles feacios le hicieron ricos regalos. 

Ulises se aplacó y marchó a la casa a bañarse. Luego, ricamente vestido con nuevas prendas, se dispuso a volver junto al rey, su benefactor. Nausícaa se afligió, pues no sabía si tendría oportunidad de volver a hablar con Ulises antes de su partida. 

–No me olvides cuando llegues a tu tierra, Ulises, pues a mí debes tu rescate. Yo, Nausícaa, hija del rey Alcínoo y de la reina Arete, te recordaré siempre. 

Ulises rozó apenas los dedos de la princesa. 

–No debes apenarte de ese modo, pues si por fin sucede que pueda llegar a mi casa, te invocaré como una diosa, ya que tú, y solo tú, me devolviste la vida. 

Después marchó Ulises a sentarse junto al rey Alcínoo. Luego le pidió al aedo que cantase el engaño del caballo de madera que destruyó Troya. 

El ciego aedo así lo hizo y mientras Ulises lo escuchaba, las lágrimas resbalaban por su rostro. El rey, que estaba muy cerca de él, se percató y por ese motivo se dirigió a los feacios. 

–¡Escuchad! Las naves ya están preparadas y todo dispuesto para que parta nuestro huésped. Pero antes de su marcha querría preguntarle quién es, quiénes son sus padres y cuál es su patria, por dónde viajó, qué pueblos conoció y por qué se aflige tanto al oír las desgracias de Troya. 

Ulises contestó con sabiduría. 

–¿Por dónde empezar o acabar mi relato cuando son tantas las desdichas vividas? Ante todo mi nombre os diré. Soy Ulises Laertiada. Mi patria es Ítaca, donde tengo mi casa. Y ahora, tal y como me habéis pedido, os relataré mi viaje de vuelta de las tierras de Troya y de todos los males y sufrimientos que me impuso el gran Zeus hasta arribar a esta tierra. 

Así hizo Ulises y le habló de los cicones y los lotófagos, de Polifemo, de los lestrigones, de Circe, de su descenso al Hades, de la isla de las sirenas, de Escila y Caribdis, de Calipso, de cómo construyó la balsa con la que se marchó de Ogigia y de su naufragio. 

Aquí se interrumpió el discurso de Ulises. 

El rey Alcínoo estaba muy impresionado. Por eso pidió a los feacios que ofreciesen nuevos regalos al extranjero, un trípode y un caldero, y estos accedieron. Luego, vencidos por el sueño, se marcharon a su casa. 

Al amanecer caminaron todos hacia el bajel que devolvería a Ulises a su patria y cargaron los regalos. Cuando volvieron al palacio de Alcínoo, inmolaron un buey en honor a Zeus y celebraron un banquete. 

Ulises aguardaba impaciente a que se pusiera el sol, pues ansiaba el regreso a su patria. Al fin habló y apremió a los feacios a que apresuraran la partida y le ayudasen a regresar a su tierra. Los feacios hicieron libaciones invocando a los dioses y así se despidieron del extranjero. 

Embarcó Ulises y, tendido en un lecho que le prepararon con lienzos de lino, entró en un sueño dulcísimo, muy profundo. 


LA ODISEA: LA ISLA DE CALIPSO


Ulises descubrió muy pronto que la isla de Ogigia era un auténtico paraíso. Había árboles frondosos por todas partes en los que anidaban multitud de pájaros que cantaban alegremente. A medida que se fue adentrando en la espesura, Ulises descubrió nuevos paisajes, prados salpicados de flores y muchas vides cuajadas de uvas. De la tierra surgían cuatro fuentes de aguas cristalinas. Un olor dulce, como a madera quemada, se extendía por toda la isla. 

Pronto llegó Ulises a un agradable lugar donde había una gruta. En la puerta, una mujer de belleza sobrehumana tejía. Tenía hermosas trenzas que caían a ambos lados del rostro. La joven comenzó a entonar una canción con voz muy dulce. Ulises se acercó, embelesado. Cuando terminó su canto, se levantó y se dirigió a él. 

–Te esperaba, Ulises. Pasa y caliéntate junto al fuego. 

–¿Quién eres? –preguntó el náufrago–. ¿Cómo sabes mi nombre? Sin duda eres una diosa, a juzgar por tu belleza y dones. 

–Soy la ninfa Calipso, hija de Atlas, y reino en esta isla, de nombre Ogigia. Ven conmigo. Mis sirvientas te darán ropa limpia y también de comer y beber. 

Cuando Ulises se hubo vestido y saciado, la ninfa le ofreció su propio lecho. 

Ulises permaneció en Ogigia siete años. Durante ese tiempo le relató a Calipso sus aventuras en Troya. Ella lo escuchaba con atención, fascinada. Era obvio que se había enamorado de él. La ninfa le pidió muchas veces que se quedara allí para siempre y que se olvidara de volver a Ítaca. 

–Eres feliz aquí. En mi isla tienes cuanto necesitas. Sé mi esposo, Ulises. A cambio te daré el don de la inmortalidad. 

Ulises miraba a Calipso. Su dulce voz era tentadora. Era difícil decidirse, pero él nunca accedió a sus ruegos. 

–Calipso, eres la criatura más bella que he visto jamás. Cualquier mortal se sentiría afortunado de tenerte como esposa, pero no puedo quedarme aquí para siempre. Tampoco tengo suficientes méritos para eludir la muerte y la decrepitud de la vejez y convertirme en un inmortal. Todo lo que deseo, amada diosa, es regresar a mi patria, donde me aguardan mi mujer y mi hijo, y también mi padre. 

La ninfa insistía. Intentaba persuadirlo con bellas palabras pero nunca consiguió quebrantar la voluntad de Ulises, pues su deseo de llegar a Ítaca y ver a los suyos era mayor que la devoción que ella le inspiraba, muy grande pese a todo. 

Finalmente, cuando ya comenzaba el octavo año, la ninfa le dijo que era libre para marcharse, a pesar del dolor que su partida le causaba, pues le amaba mucho. 

–Necesitarás una embarcación, Ulises ¿Ves aquellos árboles de allí? –Calipso señalaba con sus largos dedos unos árboles de tronco recto y liso– Córtalos. Sobre ellos navegarás rumbo a tu hogar. 

Ulises tardó cuatro días en construir la embarcación. Luego, cuando la tuvo preparada, la cargó con víveres y agua y se despidió de la diosa. 

–He sido feliz aquí, como dijiste, Calipso. –La emoción le impedía pronunciar palabra. 

Luego subió a la balsa y partió. Las lágrimas corrían abundantes sobre su rostro pero Calipso, que quedó en la playa, ya no podía verlas. 


LA ODISEA: LA ISLA DE HELIOS


 

La nave de Ulises dejó atrás a Escila y Caribdis. Transcurrido un tiempo, los itaquenses se acercaron a la hermosa isla del dios Sol, donde éste guardaba sus lozanas vacas y multitud de ovejas. Los mugidos se escuchaban desde la nave. Ulises recordó las solemnes palabras del adivino ciego, Tiresias, y las órdenes de Circe. Ambos le habían advertido del peligro que suponía acercar la nave a la costa. 

Sintiendo una gran pena en su corazón, Ulises se dirigió a sus hombres. 

–Amigos, Tiresias y Circe nos prohibieron desembarcar en la isla del dios Sol. Girad el timón, aunque nuestro cuerpo y nuestro espíritu estén cansados, pues allí nos esperan grandes males y nuestra ruina. 

Al oír estas palabras, los hombres se entristecieron. 

–Eres cruel, Ulises – gritó Euríloco, enfurecido –. Tú eres fuerte y nunca te cansas pero los demás estamos vencidos por la fatiga, pues nos obligas a navegar de noche entre las sombras y la bruma, a merced de los vientos y las tempestades que destruyen barcos. Permítenos, valeroso Ulises, pasar la noche aquí y, tras el descanso, partir al alba. 

Cuando Euríloco pronunció estas palabras, todos sus compañeros lanzaron gritos de apoyo. 

–Euríloco –contestó Ulises–. Me obligas a tomar una terrible decisión, puesto que vosotros sois muchos y yo solo uno. Descansaremos en la isla, pero debéis hacerme un solemne juramento: si encontramos en ella vacas rollizas o numerosas ovejas, ninguno de vosotros intentará atraparlas para sacrificarlas en un suculento banquete. Comeremos los víveres que nos dio la maga Circe y partiremos al amanecer. 

Los hombres juraron que no tocarían las vacas. Llevaron al puerto vacío la nave y desembarcaron en la solitaria isla. Todos comieron y bebieron hasta estar saciados. Durante la cena recordaron a los amigos a los que la cruel Escila arrebató la vida. El llanto se extendió entre los hombres y, poco a poco, se fueron quedando dormidos. Transcurrida más de media noche, se desató un violento ciclón que envió Zeus. Las nubes cubrieron cielo y tierra y la noche se hizo cerrada y oscura. Cuando amaneció, los hombres arrastraron el barco a una gruta para resguardarlo de la fiera tempestad. Ulises reunió a los hombres y les recordó su juramento. Todos asintieron y lo reafirmaron. 

Durante un mes sopló el viento austral sin descanso. Mientras hubo pan y vino, los hombres comieron y bebieron sin preocupaciones y saciaron el hambre y la sed y no tocaron las vacas, pero cuando las provisiones se acabaron, vagaban por la isla buscando alimento. Atrapaban de vez en cuando aves o peces que no bastaban para saciarlos. El hambre roía sus tripas. 

Ulises decidió subir a un lugar elevado para invocar a los dioses que habitan el Olimpo y suplicó que le ayudaran a encontrar el camino de vuelta, pero estos le infundieron un dulce sueño. 

Mientras Ulises dormía, Euríloco habló a los hombres. 

–Compañeros, a lo largo de nuestro camino hemos contemplado horribles muertes, pero nada peor hay que morir de hambre. Vamos, acorralemos a las vacas del Sol y cojamos varias. Cuando lleguemos a Ítaca, levantaremos un hermoso templo al dios Sol y lo llenaremos de ofrendas y hermosos regalos. Si el dios se enfada y, junto con otros dioses, decide perder la nave y que perezcamos en el ancho mar, será mejor morir rápido entre las olas que apagarnos lentamente en una isla desierta. 

Así habló y todos estuvieron de acuerdo, de modo que se lanzaron inmediatamente tras las vacas que pacían tranquilas cerca de la nave. Apresaron las mejores, las más rollizas y hermosas. Luego prepararon la hoguera y las degollaron. Tras recitar las plegarias y lavarse, separaron los muslos, los untaron de grasa y colocaron el resto de la carne en grandes asadores. 

Mientras tanto, Ulises despertó. En cuanto le llegó el olor del asado, rompió en sollozos, pues entendió de inmediato lo que había sucedido. 

Empezó a gritar y a clamar a los dioses. 

–¡Padre Zeus, dioses inmortales que moráis en el Olimpo! Me habéis enviado el sueño y mis hombres, mientras tanto, han incumplido mis órdenes. 

Al saber el Sol lo que había sucedido, ordenó que castigaran a los hombres de Ulises. Zeus le contestó que, en cuanto su nave comenzara a navegar en medio del océano, le mandaría un rayo fulminante y la destruiría. 

Muy pronto los dioses empezaron a enviar señales terribles de su descontento. Las vacas mugían ensartadas en los asadores y sus pieles se arrastraban como serpientes. 

A pesar de todo, durante seis días, comieron la carne y saciaron el hambre. Al séptimo, desapareció el viento y una calma plácida se instaló entre ellos. Sacaron el barco de la gruta y se hicieron a la mar. Pronto perdieron de vista la isla y contemplaron solo el mar infinito, ninguna tierra mostraba su amable abrigo. 

Tal y como había prometido al Sol, Zeus envió una gran nube. Se oscureció el océano y apenas se divisaba el horizonte. Había recorrido la nave un corto trecho, cuando el poniente desató un furioso huracán. El viento rompió los mástiles que, al caer, arrastraron las jarcias y mataron al timonel. Al mismo tiempo Zeus lanzó un rayo abrasador sobre la embarcación. Se llenó el aire de olor a azufre, crujió la madera y los hombres cayeron al agua. Pronto desaparecieron engullidos por las aguas y nunca más vieron la luz del sol. 

El vendaval había desprendido la quilla de la nave y arrojado el mástil al mar. Con mucho esfuerzo consiguió Ulises enlazar ambos con un cabo de cuero. Luego se sentó sobre ellos. 

Las aguas siguieron rugiendo, el viento soplando. La angustia de Ulises crecía, pues fue empujado de nuevo hacia la cruel Escila y la furiosa Caribdis. Ulises dio un salto y se agarró a las ramas de la higuera que crecía en la superficie del peñasco bajo el que habitaba el monstruo y, así, colgado en el aire, sin más apoyo firme para los pies, aguardó a que Caribdis expulsara la quilla y el mástil. No esperó en vano, pues pasado un largo rato, el 

monstruo arrojó de nuevo los restos del barco. Ulises saltó sobre ellos y remó con sus brazos, cuidándose de que no lo viera la cruel Escila. 

Durante nueve días estuvo Ulises a la deriva. Al décimo, llegó a una isla que estaba en medio del mar, alejada de todo y de todos, de ciudades y de hombres. Su nombre era Ogigia. 


LA ODISEA: ESCILA Y CARIBDIS

 Ulises recordó entonces las palabras de Circe. 

«Deberás elegir entre dos rutas: una transcurre entre grandes peñascos, errantes los llaman, pues, con sus movimientos hacen rugir el mar y matan a quien intenta atravesarlos. Ninguna nave, salvo la noble Argo, guiada por Jasón, salió sin daños. Podrás ver que, en aquella parte, el mar está sembrado de cuerpos y de tablones de barcos. 

La otra ruta es la que atraviesa los dominios de Escila y Caribdis. Quien se atreva a navegar por sus aguas se encontrará encerrado entre dos peñascos. 

A un lado, en la cima de una montaña, vive la feroz Escila, en una gruta oscura. Nadie puede acceder hasta ella, pues la roca es lisa y no se pueden sujetar los pies y las manos. Tampoco puede alcanzarla ningún arma, ni flechas ni afilada lanza. Escila tiene seis horribles cabezas, sujetas por seis larguísimos cuellos. Cada cabeza tiene una boca con tres filas de dientes apretados. El monstruo se apoya en doce patas, pequeñas y deformes. Como es tan terrible no se muestra jamás sino que desde su gruta acecha y aguarda a sus presas, delfines, grandes cetáceos, barcos con sus marineros... 

El peñasco de enfrente, separado apenas de la morada de Escila por un tiro de flecha, es más bajo. En él crecen frondosas higueras. Debajo vive Caribdis. El monstruo engulle el agua tres veces al día formando grandes remolinos, y, tres veces, la vomita. Nada escapa a su fuerza. Ningún barco ha podido librarse de la destrucción una vez engullido por Caribdis». 

De entre las dos rutas Ulises prefirió tomar la de Escila y Caribdis. Nada les había contado a sus hombres sobre semejantes seres monstruosos. 

Entraba ya la nave en los dominios de Escila cuando unas olas inmensas comenzaron a levantarse. De repente se escuchó un rugido infernal. Los marineros, presas del pavor, soltaron los remos. 

Ulises intentó infundir a los suyos algo de valor. 

–¡Ánimo, amigos! Hemos pasado ya por numerosas calamidades. Todos habéis demostrado vuestro coraje y, con él y mi astucia, saldremos indemnes. Remad sin descanso. ¡Tú, timonel, no pierdas el rumbo! 

Los hombres acataron las órdenes y de nuevo avanzó la nave impulsada por los remos. 

Aunque Circe le había advertido que de nada le servirían las armas, Ulises se vistió con su armadura completa y tomó dos lanzas. Desde la proa, observó de arriba abajo la peña sombría por si veía surgir a la feroz Escila. 

Al otro lado, Caribdis sorbía con furia las aguas del mar y dejaba ver la tierra oscura que había debajo. Cuando las devolvía, formaba dos grandes torbellinos que subían y volvían a caer con gran estruendo. Mientras Ulises y los suyos miraban a Caribdis, Escila asomó sus horribles cabezas y atrapó a seis de los mejores hombres. 

–¡Auxilio! ¡A mí, Ulises! –gritaban los infortunados. 

Ulises se giró veloz. Varias manos y piernas se agitaban en el aire, pero no pudo impedir que el monstruo los llevara a su gruta y allí los devorara. 

Esa fue la imagen más triste que Ulises recordaría de cuantas divisaron sus ojos a lo largo del viaje. 


LA ODISEA: LAS SIRENAS


 Cuando volvió del Hades, Ulises envió a sus hombres al palacio de Circe, la divina hechicera. La maga les ofreció comida en abundancia y también vino espumoso. Cuando luego fueron a dormir, Circe habló a Ulises de las aventuras que habrían de afrontar en el futuro, pues la maga tenía entre otros el don de la adivinación. 

Muy pronto se iban a cumplir sus presagios. El primero fue el encuentro con las Sirenas, unos seres malignos que con su dulce canto atraían a cuantos marineros osaban navegar por sus aguas para hacerlos perecer. 

Circe había advertido a Ulises que solo a él le estaría permitido escuchar su canto, pero que debía atarse al mástil de pies y manos para no ceder a la tentación de marchar con las sirenas. La maga también le había dado cera para taponar los oídos de sus hombres, de tal modo que ellos también pudieran eludir su hechizo. 

Navegaban ya cerca de las praderas, cuando la dulce voz de las sirenas empezó a inundar el aire. 

–Ven, valiente Ulises, acércate –susurraban–, pues ningún mortal sale de aquí sin escuchar nuestro dulce canto. Quien lo escucha aprende muchas cosas, pues conocemos todo lo que ocurre en el extenso mundo. 

Un deseo irrefrenable de correr hacia ellas comenzó a dominar la mente de Ulises. Suplicó con gritos lastimeros a sus hombres e hizo gestos para que le soltaran pero sus fieles capitanes Perímedes y Euríloco ciñeron aún con más fuerza los nudos que le sujetaban y añadían a una, otra atadura. 

Así Ulises se convirtió en el único mortal en escuchar su canto sin acabar inerte en sus playas. 

Una vez que la nave se halló lejos del dulce canto de las sirenas, los hombres lo desataron y se sacaron los fragmentos de cera de sus oídos. 

Continuaron la navegación y, al perderse de vista la isla, el más humano de los héroes comenzó a sentir el vapor y el terrible rugido del mar. Se acercaban a Escila y Caribdis. 


LA ODISEA: DESCENSO AL HADES



La maga mandó buenos vientos para que la nave avanzara con rapidez. Ulises y sus hombres llegaron al atardecer al país de los cimerios, un lugar brumoso y sin sol. Desembarcaron con los animales y se encaminaron hacia el lugar señalado por la Circe para sacrificar a las reses e invocar a las almas. 
Muy pronto se escuchó un sonido terrorífico, pavoroso. Eran los muertos, que venían atraídos por la sangre de los animales. 
–¡Desollad las reses y quemadlas para ofrecerlas a los dioses del infierno! –ordenó Ulises a los hombres–. Mientras tanto yo intentaré contener a las almas. 
Empuñó el cuchillo con furia. Entonces uno de los muertos se destacó del resto y se acercó a Ulises. Era Anticlea, su madre. Ulises se entristeció mucho de verla allí, pues la creía aún viva. Le afligía también su actitud, pues Anticlea ni miraba ni hablaba a su hijo. 
Nuestro héroe comenzó a sollozar. Aunque quería mucho a su madre, no podía dejar aún que su alma se acercara a la sangre de las reses degolladas, que reservaba para el adivino Tiresias. Como había predicho Circe, solo él podría decirles el modo de llegar a Ítaca. 
Por fin el difunto Tiresias se acercó. Portaba en la mano un cetro de oro. 
–¿Cómo es que has venido aquí Ulises, hasta el reino de los muertos? –le preguntó–. No es un lugar agradable. 
Ulises envainó su espada y le dejó acercarse a beber la sangre de las reses muertas sin contestar aún. Al fin y al cabo, Tiresias debía de saberlo, pues era un adivino. 
–Ah, ya sé. –Tiresias parecía complacido–. Vienes a pedir consejo para regresar a tu hogar. Si es eso lo que deseas, habrás de refrenar tu ardor y el de tus hombres. Pronto llegarás a Trinacria. Allí pastan las vacas del Sol, que todo lo ve y todo lo oye. Si las respetas, llegarás a tu casa sano y salvo, pero si las dañas será la ruina para ti, tu barco y tu gente. Aunque te salves de las garras de la muerte, regresarás a destiempo a tu patria y cuando lo hagas verás tu hacienda mermada por hombres que se alimentan de tus bienes y pretenden a tu esposa. 
Luego Tiresias le dio a Ulises varios consejos para vencer a esos hombres y poder recuperar la paz del reino. El itaquense los grabó en su memoria. 
–Tiresias, ¿por qué mi madre ni me habla ni me mira? –preguntó Ulises antes de dejarlo marchar. 
–Déjala beber la sangre de las reses y te hablará. 
Así hizo Ulises. Entonces su madre le habló y le contó que Telémaco, el hijo que dejó para marchar a la guerra, ya era un hombre, muy apuesto y sensato. Que Penélope, su esposa, le recordaba cada día y que Laertes, su padre, vivía en la pobreza y añoraba su regreso. 
Luego su madre se despidió de él. 
–No te demores aquí. Vuelve a la luz cuanto antes. 
A pesar de todo, aún permaneció Ulises un poco más en el Hades. Así pudo ver las almas de varias mujeres y hombres notables, entre ellos Aquiles el Pélida, que, al igual que Tiresias, le preguntó que hacía por allí. 
–Vine a hablar con Tiresias, el adivino, por ver si nos decía cómo podíamos regresar a Ítaca, pues la ira de Poseidón y otras circunstancias desfavorables nos han impedido el regreso. Tú, en cambio, Aquiles fuiste feliz entre todos y aún lo eres. Se te honra como a un dios y también ahora reinas sobre los muertos. Por eso, no debes dolerte de la existencia perdida. 
–Más querría ser siervo en el campo de cualquier labrador pobre que reinar entre los muertos. Pero qué le vamos a hacer – contestó el que fue sin duda el mejor de los griegos. 
Ulises asintió comprensivo. 
–¿Qué sabes de Peleo, mi padre? –preguntó Aquiles–. ¿Los mirmidones le siguen honrando o se ve despreciado por ser viejo? 
Ulises le dijo todo lo que sabía. Que no tenía conocimiento de cómo pasaba Peleo sus últimos años, pero que podía sentirse orgulloso de su hijo, Neoptólemo, que se destacó en la guerra de Troya y mató a muchos hombres. Neoptólemo había sido uno de los guerreros que entró en Troya escondido en el vientre del caballo y fue capaz de aguardar con valor su suerte, sin derramar una sola lágrima. Luego de arrasar Troya, regresó a su casa con su parte del botín y de gloria, sin sufrir daño alguno. 
El alma del rápido y valeroso Aquiles quedó satisfecha con la respuesta de Ulises y se marchó. 
El itaquense debería haberse marchado también pero esperó un poco más, pues deseaba conversar con otros muertos ilustres. Al poco comenzaron a llegar legiones de muertos. El miedo se apoderó de él, de modo que, siguiendo el consejo de su madre, salió de allí con rapidez. Luego ordenó a sus compañeros embarcar y soltar amarras. 
Los hombres de Ulises remaron a toda prisa, espantados por lo sucedido, hasta que el viento favorable comenzó a soplar y desplegaron las velas. 



viernes, 15 de octubre de 2021

LA ODISEA: LA ISLA DE CIRCE



La siguiente aventura de Ulises tuvo lugar en la isla de Eea. 

La isla tenía un puerto espacioso. Cansado de navegar y afligido por lo sucedido en Lestrigonia, Ulises atracó allí su nave y bajó a tierra. Los hombres descansaron dos días en la playa. Al amanecer del tercero, Ulises decidió averiguar si en aquella isla habitaban seres civilizados. Ordenó a sus compañeros las tareas que debían hacer. Luego cogió su lanza y su espada y subió a un lugar alto desde donde podría divisar campos labrados o escuchar voces humanas. 

Ulises descubrió una columna de humo que se elevaba entre las encinas. Durante un rato pensó si debía explorar el lugar por sí mismo. Finalmente decidió que debía regresar junto a sus hombres y, después de comer, enviarles para que fueran allí. 

Cuando ya estaba cerca del barco, vio frente a él un enorme ciervo de hermosos cuernos. Había bajado del bosque buscando agua para calmar su sed, pues el sol apretaba. Al verlo, Ulises disparó y le clavó su lanza entre el espinazo. Cayó el animal y, por el gran tamaño de su cuerpo, produjo un gran estruendo que hizo estremecer la tierra. El itaquense se acercó a él lleno de júbilo y apoyó el pie encima para poder extraer la lanza que había atravesado el costado. 

Luego recogió ramas y mimbres para trenzar una cuerda, ató con ella sus patas y, aunque pesaba mucho, cargó el animal a su espalda y lo llevó a la nave. 

–Amigos –dijo lanzando el ciervo a los pies de los hombres –. Aún no ha llegado la hora de viajar al oscuro Hades. Apartad los mantos de vuestras cabezas y saciad el hambre y la sed. 

Todos admiraron el ciervo, pues era un magnífico ejemplar. Después se lavaron las manos y comenzaron a preparar el banquete. Comieron carne y bebieron dulce vino hasta que las sombras cubrieron la playa. Entonces se quedaron dormidos, mientras oían el romper de las olas. 

Al amanecer, Ulises convocó a los hombres. 

–Compañeros –les dijo–, estamos perdidos en esta isla. Aquí no distinguimos el norte del sur. No he conseguido descubrir la manera de escapar, pero desde la atalaya he visto que es una isla de pequeño tamaño y poco escarpada. He contemplado, además, una columna de negro humo alzarse entre el encinar. 

Inmediatamente cundió el pánico en el campamento y el terror se dibujó en el rostro de los hombres. Lloraban y gemían, pues recordaban a los brutales lestrigones y al fiero cíclope, pero de nada les sirvió su llanto. Ulises decidió dividir a los compañeros en dos grupos. Al mando de uno puso al fiel Euríloco y él mismo se puse al frente del otro. Echaron en un casco de bronce la suerte de ambos y le correspondió a Euríloco partir a investigar acompañado de veintidós hombres. 

Siguiendo las indicaciones de Ulises, encontraron pronto las casas de piedra de donde partía el humo. En los alrededores deambulaban todo tipo de animales, especialmente leones y lobos. Palidecieron los hombres al verlos, pero en vez de atacar, los animales se acercaban a ellos moviendo la cola en actitud festiva, como perros que esperan su recompensa. Asustados aún ante la visión de las fieras, los hombres se refugiaron en el umbral de la casa. Desde allí, podía escucharse la dulce voz de una mujer que cantaba hermosas canciones mientras tejía. No era otra que la maga Circe. 

Entonces, tomó la palabra Polites, el capitán más fiel. 

–Amigos, ahí dentro hay alguien que canta con voz melodiosa y teje. Sea diosa o mujer, llamémosla. 

Los otros llamaron gritando. La diosa les escuchó y abrió las puertas. Al punto entraron todos sin pensar en lo que hacían. Solo el sensato Euríloco sospechó que podía tratarse de un engaño y decidió quedarse fuera. 

Circe ofreció a los hombres que entraron en su casa queso, miel y otros manjares y vino. Luego les dio un dulce licor que bebieron de un sorbo. Los hombres lo tomaron confiados pero, al instante, ella los golpeó con una vara. Justo después comenzaron a 

salirles pelos, cabeza y voz de cerdo y, poco a poco, su cuerpo también se fue transformando, aunque mantenían sus mentes humanas. Mientras lloraban, Circe los iba alimentando de bellotas y bayas. 

El fiel Euríloco regresó junto a la negra nave para contar la desventura, pero el llanto y los suspiros le impedían hablar. Cuando se hubo calmado, empezó su relato. Al saber lo sucedido, Ulises se echó al hombro el arco, cogió la espada y ordenó a Euríloco que le guiara hasta allí, pero él suplicó a Ulises que no le obligara a volver a ese lugar. 

–Volvamos, astuto Ulises, a nuestra nave y huyamos con los hombres que nos quedan, pues temo que si vas no has de regresar tú ni tampoco ellos. Circe es una hechicera de gran poder, no podrás derrotarla. 

–Quédate y come y bebe junto a la nave –le respondió Ulises–. Pero yo iré a rescatar a nuestros compañeros. 

Sin esperar más empezó la marcha desde la nave. Cuando ya se había adentrado en el valle y se acercaba a la morada de la maga, apareció ante él el dios Hermes. 

–¿Cómo te adentras tú solo en tierras desconocidas a través de estos campos? Tus compañeros están encerrados en las pocilgas convertidos en cerdos por la mano de Circe ¿Vas a sacarlos? Ni tú ni ellos volveréis. Te contaré cómo actúa ella. Primero colocará un brebaje en tu comida para que sigas el mismo camino que tus hombres, pero en ti no hará efecto, pues te daré una raíz negra para que te ayude. Cuando esto ocurra, cogerás tu cuchillo, saltarás sobre ella y la amenazarás de muerte. Ella se asustará y te pedirá que la acompañes al lecho. Acepta, porque, si no lo haces, jamás recuperarás a tus hombres. Que te jure también que no intentará hacerte ningún daño ni aplicar contigo treta alguna. 

Dicho esto arrancó el juvenil Hermes el moly, una planta de raíz negra y flor blanca que posee poderes mágicos. Ulises la comió y continuó su camino hacia el palacio de Circe. 

Cuando llegó a las puertas, llamó a la diosa que le invitó a entrar a su morada. 

–Puedes sentarte ahí –Circe le mostró un sillón adornado con clavos de plata. 

Luego le ofreció una copa de oro, donde había mezclado con vino el brebaje para hechizarlo. Ulises bebió. Complacida, la maga tomó su vara y golpeó a Ulises. 

–Ahora ve a la pocilga a reunirte con tus compañeros. 

Nada sucedió, porque el moly lo había protegido de su cruel hechizo. Ulises recordó las palabras de Hermes. Por eso saltó con rapidez sobre la maga y apoyó el cuchillo en su garganta. 

–¿Quién eres, forastero? ¿De qué tierra vienes? ¿Quiénes son tus padres? ¿Por qué el brebaje no te ha hechizado? – preguntaba Circe, asustada –. ¿Eres acaso el astuto Ulises, el que Hermes predijo que vendría? Si es así, acompáñame a mi lecho, descansemos juntos y confiemos el uno en el otro. 

Ulises apretó aún más el cuchillo. 

–¿Cómo voy a fiarme de ti, Circe, cuando has convertido a mis hombres en rollizos cerdos? ¿Pretendes someterme a nuevos engaños una vez que esté en tu lecho sin fuerza y a tu merced? Júrame antes, diosa, y dame tu palabra de que no he de sufrir nuevos males. Júrame también que me has de ayudar a regresar a mi amada patria junto con mis hombres. 

Circe juró lo que le había pedido. 

Más tarde, ya lavado y perfumado, Ulises se sentó ante la mesa repleta de comida. Las criadas le sirvieron agua y vino, pero él absorto en sus pensamientos y temiendo nuevos males, no probaba bocado. 

–¿Por qué no comes, Ulises? – Circe le hablaba con dulzura–. ¿Acaso aún desconfías de mí y temes que te engañe de nuevo? ¿Olvidas que he hecho un juramento? 

Ulises miró a la maga. 

– No comeré hasta que no liberes a mis compañeros. 

Enseguida atravesó Circe el amplio salón con su vara y volvió con los cerdos. Fue golpeándolos uno a uno y los convirtió de nuevo en hombres. 

Circe estudió su rostro. 

–Astuto Ulises, hijo de Laertes, ve ahora a la orilla del mar, arrastra tu nave hasta la playa y trae al resto de tus compañeros. Aquí serán agasajados como se merecen. 

Así lo hizo. 

Durante un año, Ulises y sus hombres permanecieron allí comiendo carne magra y bebiendo dulce vino. Ulises se comportaba como si fuera el esposo de Circe. Cuando llegó el verano, los hombres llamaron aparte a su señor. 

–Es ya la hora de volver a nuestra patria, pues aquí nos hemos demorado mucho tiempo y es la voluntad de los dioses que regresemos al país de nuestros padres. 

Esas palabras conmovieron a Ulises y, al llegar la noche, ya en el lecho de Circe, le suplicó que cumpliera su promesa y le ayudara a volver a Ítaca. 

–Cumpliré mi promesa, Ulises –contestó la hechicera–, pues no deseo que nadie permanezca en mi casa contra su voluntad. Antes, sin embargo, habrás de pasar por el palacio de Hades y Perséfone. Allí preguntarás al alma del adivino ciego, Tiresias, el camino a casa. Él es, entre todos los muertos, el único al que Perséfone le ha concedido razón y sensatez. Los demás son simplemente sombras que pasan. 

Ulises respondió que así lo haría. Circe les dio provisiones y reses para ofrecer en sacrificio y, empujados por el cierzo, se encaminaron en su nave a su nuevo y tenebroso destino. 


LA ODISEA: LA ISLA DE LOS LESTRIGONES


Ulises y sus hombres estuvieron navegando durante seis días y al séptimo divisaron el alto castillo de Telépilo de Lamos, la ilustre ciudad de la Lestrigonia. 

Llegaron a un magnífico puerto, que estaba rodeado por escarpadas rocas. Dos promontorios, uno frente a otro, formaban un estrecho paso. Allí dejaron los hombres las naves y las ataron bien juntas entre sí. 

Aunque el mar estaba en calma, Ulises amarró su nave fuera del puerto, a una roca y después subió a una atalaya para ver mejor todo lo que le rodeaba. No vio ni gentes ni animales, solo humo que salía de la tierra. Entonces envió dos hombres junto con un heraldo para que averiguaran quiénes vivían allí. 

Los hombres fueron por un camino llano, por donde pasaban las carretas que transportaban la leña. Poco antes de llegar a la ciudad, se encontraron con una joven que había ido a por agua. 

–¿Quién es el rey de estas tierras, muchacha, y quiénes habitan aquí? –preguntaron. 

–Mi padre, Antífates, rey de los lestrigones –respondió la joven. 

Luego les mostró la magnífica mansión de su padre. 

Los enviados de Ulises entraron en el palacio y encontraron allí a la esposa del rey, que era tan alta como la cima de una montaña. El miedo se apoderó de ellos. La mujer llamó a su esposo y éste, cuando llegó, agarró a uno de los hombres y se lo comió de almuerzo. Por fortuna los otros dos lograron escapar y corrieron a las naves. 

El rey empezó a gritar por toda la ciudad y, al oírlo, de todas partes acudieron innumerables y fieros lestrigones, que no parecían hombres sino gigantes. Desde las escarpadas rocas, lanzaban enormes pedruscos que caían sobre las embarcaciones. 

Un horroroso estruendo salía de las naves a causa de los gritos de los que morían y por el estallido de los barcos. Luego, los lestrigones ensartaron a los hombres como si fueran peces y se los llevaron como banquete. Mientras los mataban, Ulises sacó una espada y cortó las amarras de su barco. 

–¡Remad, malditos, remad! – Las venas de su cuello estaban dilatadas por los gritos. 

Los hombres remaron con todas sus fuerzas para alejarse de ese peligro. Con espanto pudieron comprobar que todas las naves se habían perdido, excepto la de Ulises. 



 

LA ODISEA: LA ISLA DE EOLO


Espantados por la crueldad de Polifemo, los hombres de Ulises remaron con fuerza y sin descanso para alejarse de aquellas tierras malditas. 

Días después apareció ante sus ojos una hermosa isla que movían las olas. Se trataba de Eolia, una isla flotante que cambia de lugar y que nadie puede localizar. Allí vivía el astuto Eolo, señor de los vientos con su esposa y sus seis hijas y otros tantos hijos, rodeado de riquezas y manjares. 

Ulises y sus hombres se hospedaron en el palacio de Eolo durante un mes. Agradecido, Ulises le contó cuanto quiso saber sobre la aventura en Troya, sobre las naves de los griegos y sobre su accidentado regreso. Luego le pidió que le ayudara a volver a su casa. Eolo se mostró dispuesto a ayudarle. 

Con la piel de un gran buey fabricó un odre, encerró en su interior los vientos feroces y lo ató con un hilo de plata para que ninguno pudiera escapar. Solo dejó libre al Céfiro, el viento favorable. Ulises, esperanzado, se hizo a la mar rumbo a Ítaca. Esta vez lograría llegar, no tenía ninguna duda. 

Los barcos navegaron sin descanso durante nueve días. Al décimo día ya pudo distinguirse la costa de Ítaca, sus bosques, el humo de sus chimeneas. El corazón de Ulises se llenó de emoción. Llegaba por fin el regreso y el descanso. Ulises miró a sus hombres. Parecían algo inquietos, pero supuso que era por causa de la emoción del regreso. Agotado y vencido por el cansancio, se quedó dormido. Fue una imprudencia.

 Si los hombres estaban inquietos no era por la ilusión de ver por fin a sus hijos, esposas, padres, madres y haciendas sino por la curiosidad que les suscitaba el odre que Eolo había entregado a Ulises. 

–Seguro que ese odre, que nuestro señor guarda con tanto celo está lleno de oro, plata y múltiples riquezas, pues Eolo es un rey poderoso –observó uno de los hombres–. Vamos, abrámoslo enseguida no sea que, después de luchar en Troya y sufrir tantas desgracias, nos quedemos sin nada. Debemos apresurarnos. 

Los demás asintieron y, aprovechando el sueño de Ulises, desataron el odre. Los vientos, liberados al fin, rugieron con furia. Las naves quedaron a su merced. Eran arrastradas sin piedad y estaban fuera de control. La noble madera crujía y saltaban astillas que los vientos de inmediato esparcían por el océano. El timón giraba sin rumbo, sin nadie que lo pudiera gobernar. Corrían los hombres por la nave gimiendo y maldiciendo su mala decisión, pero ya era demasiado tarde. Ítaca se perdió en la lejanía. Desaparecieron montañas y bosques y también el humo amable del hogar. 

Apenado y abatido, Ulises se envolvió en su manto. Los vientos llevaron de nuevo las naves a la isla de Eolo. Allí, los hombres desembarcaron entre sollozos. Después de comer y beber, Ulises escogió a uno de los mejores y más fieles marineros y a un heraldo, y se encaminó de nuevo al palacio. En esos momentos Eolo disfrutaba de un apetitoso banquete junto a su esposa y sus numerosos hijos. Al ver a Ulises se dirigió a él con asombro. 

–¿Por qué has vuelto, Ulises? –le increpó–. ¿Acaso te ha atacado un dios? Te dimos todo lo necesario para volver a tu patria y a tu hogar ¿Qué ha ocurrido? 

–Me traicionaron mis hombres y el profundo sueño –explicó–. Dejaron escapar los feroces vientos. Ahora te pido auxilio de nuevo, pues solo de tu mano podemos alcanzar el remedio a nuestra desventura. 

–Vete enseguida de mi isla, infeliz – respondió Eolo enfurecido–. Ahora comprendo que nunca debí ayudar a un hombre al que aborrecen los dioses. Sal y aléjate, pues en verdad eres un hombre maldito.

 Ulises salió de la casa de Eolo muy abatido. Ordenó embarcar a los hombres y echar las naves al mar, pero ya navegaban sin ánimo, porque por su ambición y su locura habían perdido el rumbo y el favor de los vientos. 


LA ODISEA: EL PAÍS DE LOS LOTÓFAGOS



(Tras salir del país de los Cicones...)

Las naves se hicieron a la mar pero el padre de los dioses Zeus, molesto, levantó contra los barcos una gran tempestad, que los desvío de la ruta hacia su hogar. 

Durante nueve días los vientos soplaron con fuerza. Los barcos se movían a merced de las olas. Los hombres remaban sin descanso, pese a que comenzaban a agotarse. 

Ya al décimo día arribaron a la tierra de los lotófagos, gentes que se alimentan de la flor de loto. Los hombres de Ulises bajaron a tierra, cogieron agua y comenzaron a comer y beber. 

Ulises escogió dos compañeros y un heraldo para aproximarse un poco más a aquellos hombres tan peculiares. Pronto se encontraron con ellos y les dieron del fruto, dulce como la miel. Entonces sucedió que ya no se acordaban de su patria ni deseaban volver, tal era el efecto que les producía el haber comido la flor. Aunque no querían regresar y lloraban, Ulises los condujo a la fuerza a las naves, los ató debajo de los bancos de remos y mandó a otros compañeros que comenzasen a remar. 



 



LA ODISEA: LOS CICONES



La primera de las aventuras de Ulises y sus hombres durante su regreso a Ítaca tuvo lugar en la Tracia. 

Sucedió que al poco de hacerse a la mar desde las costas de Troya, el viento desvió las naves donde viajaban los itaquenses al país de los cicones. Como Ulises y los suyos eran hombres de guerra, decidieron atacar por sorpresa la capital del reino, Ísmaro. Allí mataron a muchos y lograron hacerse con un buen botín. Cuando hubieron repartido las riquezas y víveres atesorados tras el ataque, Ulises se dirigió a sus compañeros y les instó a abandonar aquellas tierras. 

– Es peligroso quedarse aquí por más tiempo. –Temía que los cicones pudieran vengarse– Vayámonos ya. Ítaca nos espera. 

Los hombres no quisieron escuchar a Ulises, a pesar de que lo amaban y respetaban, y para celebrar su victoria, degollaron muchas ovejas y comenzaron a beber vino. 

Fue una gran imprudencia, pues mientras estuvieron así, comiendo y bebiendo, los cicones llamaron a otros de los suyos que vivían en el interior del país y eran expertos en luchar a caballo y a pie. 

Por la mañana vinieron tantos que era imposible contarlos. Se pusieron en formación frente a las naves y entablaron una feroz lucha con sus lanzas de bronce. 

Mientras fue de día y el sol alumbraba, los hombres de Ulises contuvieron su furioso ataque pero, al atardecer, ya no pudieron resistir más. Cayeron seis valientes hombres de cada embarcación y, los demás, a duras penas lograron salvarse de una muerte segura. 

Las naves se hicieron a la mar pero el padre de los dioses Zeus, molesto, levantó contra los barcos una gran tempestad, que los desvío de la ruta hacia su hogar. 

Durante nueve días los vientos soplaron con fuerza. Los barcos se movían a merced de las olas. Los hombres remaban sin descanso, pese a que comenzaban a agotarse. 



lunes, 11 de octubre de 2021

PEREGRINO, Luis Cernuda

 Peregrino

¿Volver? Vuelva el que tenga,

tras largos años, tras un largo viaje,

cansancio del camino y la codicia

de su tierra, su casa, sus amigos,

del amor que al regreso fiel le espere.


Mas ¿tú?, ¿volver? Regresar no piensas,

sino seguir libre adelante,

disponible por siempre, mozo o viejo,

sin hijo que te busque, como a Ulises,

sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.


Sigue, sigue adelante y no regreses,

fiel hasta el fin del camino y tu vida,

no eches de menos un camino más fácil,

tus pies sobre la tierra antes no hollada,

tus ojos frente a lo antes nunca visto.

Luis Cernuda.

sábado, 9 de octubre de 2021

TÓPICO "COLLIGE, VIRGO, ROSAS": Luis Alberto de Cuenca

 



COLLIGE, VIRGO, ROSAS

Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana.
 Córtalas a destajo, desaforadamente,
 sin pararte a pensar si son malas o buenas.
 Que no quede ni una. Púlete los rosales

 que encuentres a tu paso y deja las espinas
 para tus compañeras de colegio. Disfruta
 de la luz y del oro mientras puedas y rinde
 tu belleza a ese dios rechoncho y melancólico

 que va por los jardines instilando veneno. 
Goza labios y lengua, machácate de gusto
 con quien se deje y no permitas que el otoño

 te pille con la piel reseca y sin un hombre
 (por lo menos) comiéndote las hechuras del alma.
 Y que la negra muerte te quite lo bailado.

Luis Alberto de Cuenca, Por fuertes y fronteras, 1996.


TÓPICO "COLLIGE, VIRGO, ROSAS": Agustín Delgado, Luis Mateo Díez y José María Merino



Han de pasar los años y te volverás vieja. 

Estarás sentadita junto al televisor

y al recordar de pronto las palabras de amor

que yo te estoy diciendo, recordarás mi queja.


Ya nadie habrá a tu lado. En la tarde bermeja

nadie te escuchará ni verá ese temblor

que los ecos lejanos te traerán, o el frescor

de la noche que llega, más allá de la reja. 


Tras el tapial mohoso de un cementerio triste

en polvorienta sombra mi cadáver reposa

mientras en soledad te encoges, dolorida, 


entonces lamentando el desdén que tuviste. 

Vive, bésame ahora, no esperes otra cosa, 

recojamos hoy juntos las rosas de la vida. 


Agustín Delgado, Luis Mateo Díez y José María Merino. 

“Soneto”, Parnasillo provincial de poetas apócrifos, 1975.


EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS

  Cierto día a la hora de vísperas alzose gran alboroto por multitud de caballeros que, en el patio del castillo, se entregaban, para divert...