Desde allí proseguimos navegando con el corazón acongojado y llegamos a la tierra de los cíclopes de un solo ojo, los soberbios, los sin ley; los que, confiados en los inmortales, no plantan con sus manos frutos ni labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo, cebada y viñas de grandes racimos que producen rojo vino. La lluvia de Zeus se los hace crecer. Habitan las cumbres de elevadas montañas, en profundas cuevas. No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni tienen leyes. Cada cual impera sobre sus hijos y mujeres, y no se preocupan unos de otros.
Más allá del puerto se extiende una isla llena de bosques, no muy cerca ni a gran distancia de la tierra de los cíclopes. En ella se crían innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí los cazadores que se fatigan recorriendo los bosques de las crestas de los montes. Esta isla alimenta las baladoras cabras aunque no posee ganados ni cultivos, así que, no arada ni sembrada, carece de labriegos todo el año. Los cíclopes no poseen naves de rojas proas ni disponen de artesanos que se las construyan, las cuales tendrían como destino cada una de las ciudades de los mortales, a las que suelen llegar los hombres atravesando el mar con sus embarcaciones, unos en busca de otros. Estos hubieran podido hacer que fuese más poblada aquella isla, que no es mala, y daría a su tiempo frutos de toda especie porque tiene, junto al canoso mar, prados húmedos y blandos y allí las viñas producirían constantemente. La parte inferior es llana, apta para labrar y podrían segarse, en la estación oportuna, mieses altísimas por ser el suelo muy fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni de atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en que el ánimo de los marineros les impulse a partir y soplen los vientos. En la parte alta del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente que surge de la profundidad de una cueva alrededor de la cual crecen álamos.
Hacia allí navegamos y un dios nos conducía a través de la oscura noche. No teníamos luz para verlo, pues la bruma era espesa en torno a las naves y Selene, la luna, no irradiaba su luz desde el cielo y era retenida por las nubes; así nadie vio la isla con sus ojos ni las enormes olas que rodaban hacia tierra hasta que arrastramos las naves de buenos bancos. Recogimos todas las velas, descendimos sobre la orilla del mar y esperamos a la divina Eos durmiendo allí.
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, deambulamos de admiración por la isla. Echamos un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el balido de sus ovejas y cabras. Y cuando Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.
Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, convoqué asamblea y les dije a todos:
—Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave y los que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber quiénes son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses.
Así dije, y me embarqué y ordené a mis compañeros que embarcaran también ellos y soltaran amarras. Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado: ovejas y cabras, y alrededor había una alta cerca construida con piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas de elevada copa Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo, apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que vivía alejado y tenía pensamientos impíos Era un monstruo digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que aparece sola, destacada de las otras. Entonces ordené al resto de mis fieles compañeros que se quedaran allí junto a la nave y que la botaran.
Yo escogí a mis doce mejores compañeros y me puse en camino. Llegamos enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos estaban llenos de corderos y cabritillas.
Entonces mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos primero de los quesos y regresáramos y que sacáramos luego de los establos cabritillos y corderos y, conduciéndolos a la rápida nave, diéramos velas sobre el agua salada. Pero yo no les hice caso, aunque hubiese sido más ventajoso, para poder ver al monstruo y por si me daba los dones de hospitalidad. Pero su aparición no iba a ser deseable para mis compañeros.
Así que, encendiendo una fogata, hicimos un sacrificio, repartimos quesos, los comimos y aguardamos sentados dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el Cíclope una pesada carga de leña seca para su comida y la tiró dentro con gran ruido. Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva, y él a continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los machos, a los carneros y cabrones, los dejó a la puerta, fuera del profundo establo. Después levantó una gran roca y la colocó arriba, tan pesada que no la habrían levantado del suelo ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan enorme piedra colocó sobre la puerta! Se sentó luego a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras. Cuando hubo realizado todo su trabajo prendió fuego, y al vernos nos preguntó:
—Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto, o sin rumbo como los piratas por la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras tierras?
Así habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su voz insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le contesté con mi palabra y le dije:
—Somos aqueos y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados por toda clase de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por otro rumbo, por otros caminos. Hemos dado contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos ofreces hospitalidad y nos das un regalo, como es costumbre entre los huéspedes.
Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:
—Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me ordenas temer o respetar a los dioses, pues los Cíclopes no se cuidan de Zeus, portador de égida, ni de los dioses felices. Pues somos mucho más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo no me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus.
Se lanzó y echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y los golpeó contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se esparcieron por el suelo empapando la tierra Cortó en trozos sus miembros, se los preparó como cena y se los comió, corno un león montaraz.
Cuando el Cíclope había llenado su enorme vientre de carne humana y leche no mezclada, se tumbó dentro de la cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces yo tomé la decisión en mi magnánimo corazón de acercarme a éste, sacar la aguda espada de junto a mi muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma contiene el hígado. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hubiéramos perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos sido capaces de retirar de la elevada entrada la piedra que había colocado Así que llorando esperamos a Eos divina. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se puso a encender fuego y a ordeñar a sus insignes rebaños. Luego que hubo realizado sus trabajos, agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó como desayuno. Y cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva a sus gordos rebaños retirando con facilidad la gran piedra de la entrada Y la volvió a poner corno si colocara la tapa a una aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito sus rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi pecho.
Y esta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al establo yacía la enorme clava del Cíclope, verde, de olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos de remeros. Me acerqué y corté de ella como una braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la afilaran. Estos la alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el extremo y después la puse al fuego para endurecerla. La coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba extendido en abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se atrevería a levantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo cuando le llegara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo habría deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto.
Llegó el Cíclope por la tarde e introdujo en la amplia cueva a sus gordos rebaños. Después colocó la gran piedra que hacía de puerta. Y se sentó a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope, sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino:
—¡Aquí Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que veas qué bebida escondía nuestra nave Te lo he traído como libación, por si te compadecías de mí y me enviabas a casa.
Así hablé, y él la tomó. Bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez:
—Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre.
—Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros.
—A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros. Y a los otros antes. Este será tu don de hospitalidad.
Dijo. Y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbado con su robusto cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana.
Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un dios les infundía gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo. Lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en tomo, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.
Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír estos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía:
—¡Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manen en la noche inmortal y hacemos abandonar el sueño! ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra mi voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?
Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:
—Amigos. Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas.
—Pues si nadie te ataca y estás solo es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano.
Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable!
Odisea, Canto IX, vv. 105-415 (selección), traducción de José Luis Calvo